martes, 8 de mayo de 2012

La tiendita

LA TIENDITA




            A las ocho en punto de la mañana, como todos los lunes desde hacía treinta y siete inviernos, las felices propietarias de la Tiendita Primor  corrieron la doble puerta de vidrio, pusieron el cartel de Abierto y se instalaron detrás del mostrador, a la dulce espera de los primeros clientes. Mientras Rosita colocaba en la caja registradora los escasos billetes disponibles, Coca, con devaluado optimismo, se dedicaba a ordenar escrupulosamente un pequeño fajo de cuentas atrasadas. Al principio las clasificó de mayor a menor. A continuación, tras pensarlo un poco, decidió acomodarlas de menor a mayor. Por fin suspiró, y no sin grandes dudas, optó por priorizar a las más antiguas. Rosita, haciendo gala de una mentalidad azarosa, opinó que lo mejor sería sortearlas. La tarde anterior, tras un amable debate realizado mientras comían bizcochos y esperaban que se filtrara algún cliente en la procesión habitual de cobradores y vendedores ambulantes, las dos socias habían decidido afrontar como fuera el pago de las facturas vencidas. La más apremiante era, sin lugar a discusión, la de la energía eléctrica. Rosita había sido terminante en ese punto. Podían prescindir del teléfono, de acuerdo, pero de la luz, francamente, no. La cuenta del teléfono estaba bajo control a partir del expeditivo método de no usarlo. Sólo recibían llamadas, jamás las efectuaban. Otra cuenta de incierto destino era la contribución inmobiliaria. El modesto local donde funcionaba la tiendita era propiedad de ambas. Después de alquilarlo durante muchos años, llegaron a un acuerdo con el dueño para comprarlo a plazos, en interminables y dolarizadas cuotas. Tras décadas de ahorro y de sacrificio, habían adquirido por fin esos anhelados metros cuadrados cuyo valor real era ahora inexistente y por los que debían pagar más impuestos que días tenía el mes. Desde hacía unas semanas, estaban evaluando la posibilidad de dejar ese asunto en manos de sus herederos. Tenían algunos sobrinos y a ellos les legarían el problema de solventar una deuda que a medida que pasaran los años iría creciendo en forma inexorable. En cuanto a los tributos domiciliarios, la tarifa de saneamiento y el adicional mercantil, los comunicados iban directamente a la papelera.    
        Aún estaba Coca absorta en el difícil trance de descartar las cuentas menos urgentes -¿cuáles?- cuando hizo acto de presencia Morales, policía retirado que completaba su magra jubilación cuidando los comercios y las casas de la cuadra. El autoservicio de la esquina pagaba ese servicio informal, porque le resultaba más económico que ser asaltado dos veces por semana, y los demás vecinos cooperaban con lo que podían para acogerse, también informalmente, a los mismos beneficios. Ellas aportaban muestras de cosméticos que Morales revendía los domingos en la feria del barrio, pero esa mañana, como lloviznaba y hacía frío, lo invitaron a entrar y lo convidaron con sus célebres pastelitos de espinaca.
        Apenas se había ido Morales cuando un auto nuevo estacionó casi en la puerta y de él bajó un sesentón elegante y desconocido. Buscaba un regalo, confesó con una semisonrisa cómplice. Para una amiga. Mientras lo asesoraba, Coca supo de antemano que se trataba de una venta en efectivo -no se exhibe tarjeta de crédito para la adquisición de prendas íntimas de dudosa destinataria-. Una buena noticia para Rosita, que estaba ocupada preparando el té.
Aunque no coincidieran siempre en todo, Coca y Rosita eran buenas amigas. Así se lo habían demostrado una y otra vez, a lo largo de los años. No había que olvidar que durante el invierno anterior, cuando Rosita sufrió la moderada desgracia de enviudar, Coca tuvo la delicadeza de mostrarse afectada por unos cuantos días. Era justo reconocer, también, que Rosita hacía gala de una interminable paciencia ante los impredecibles cambios de humor de Coca, hecho éste facilitado, según Coca, por la manifiesta incapacidad de Rosita de angustiarse debidamente por algo. Y si es cierto que Rosita era dulce y generosa, no faltaban en Coca insólitos gestos de amabilidad, como el de mostrarse dispuesta a escuchar con atención los bonitos poemas que su socia escribía los domingos por la tarde. En cuanto a enfrentar los vaivenes de su negocio, rara vez estaban en desacuerdo.
-Este cheque está mal redactado.
-Es por culpa del frío. La gente se queda en la casa a ver televisión y no consume.
-El ocho está enmendado, ¿ves? El banco así no lo paga.
-Y encima pronostican lluvia.
Jamás discutían.
-¿Te dije que la sobrina de Clarita se va para España?
-Australia.
-España.
-No, señora, en Carrasco no entregamos. ¿Cómo? No le oigo, hay una interferencia en la línea.
-Debe ser la otra sobrina, la de Canelones.
-Contado efectivo, señora.
-Con esa manía de no ponerte el aparato en el oído. Si ni se te ve.
-Es este teléfono que no anda bien. Debe ser por la humedad.
-Porque ésta se va para España. Y te digo más, el marido se queda acá, con los hijos.
Su relación siempre había sido armoniosa.
-¿No viste mis pastillas para el mareo?
-Yo propongo que comencemos a cerrar a las cinco. Es más seguro.
-Lila dice que a ella no le hacen efecto, pero para mí son mágicas.
-O a las seis. Decime, ¿a vos no te parece que este billete es falso?
-Ya te dije que no necesito ningún aparato. Oigo muy bien.
            Y sus tardes eran muy entretenidas.
-Si no pagáramos la cuenta del cable, nos podríamos poner al día con la de los gastos comunes.
-¿No sería mejor cancelar la cuota del convenio? Ayer llegó el último aviso.
-Siempre viene otro después del último.
-Hasta las siete, señora.
-¿Y si viene el cobrador de Epsilon?
-Lo convidamos con bizcochitos de anís...
-Cuarenta pesos los cien gramos. Contado efectivo.
-Viene a cobrar, no a tomar el té.
-No, señora, crédito no damos.
-Le podemos decir que acaba de fallecer una tía de Las Piedras y que estamos saliendo para el velorio.
-Los domingos cerramos, señora.
-¿Y si le decimos que acaban de asaltarnos?
Coca suspiró y volvió a contar los deslucidos billetes de la caja. Era la tercera vez que lo hacía en la última media hora. Del reducido margen que les dejaba la venta de pañuelitos, perfumes y ropa interior, era muy poco lo que sacaban en limpio. Por suerte no tenían muchos gastos, a decir verdad. Todo lo que fuera mantenimiento se resolvía apelando al viejo recurso del trueque. Lo que implicaba largas y complejas negociaciones. ¿Una muestra de shampú compensaba el arreglo de una cerradura? La muestra era gratis, sí, pero aquí venía el famoso costo de oportunidad, como Coca le explicaba pacientemente a don Anselmo. Ella podía venderle la dichosa muestra a su sobrina, que era peluquera, por la mitad de su precio comercial. En cambio, en el tiempo que don Anselmo dedicaba a reparar la cerradura, él no perdía ningún otro ingreso, ya que hacía casi dos años que estaba desocupado. Desde que cerrara la fábrica de jabones de La Teja, para ser más precisos. Pero la cerradura es un tema de seguridad, argumentaba el hombre. Y en eso estaban desde el miércoles anterior. Don Anselmo pasaba todas las mañanas y se quedaba, entre las nueve y las diez, tomando mate y regateando por su cerradura.
En cuanto a los gastos operativos, ellas hacían todo el trabajo menos el reparto, que estaba a cargo de un chico que vivía en el edificio lindero. Cuando tenían una venta para llevar a domicilio le tocaban timbre, el chico bajaba quejándose, ellas le regalaban un bizcocho y el pedido se entregaba. Si él no estaba, alguno de sus hermanitos se ocupaba de suplantarlo. No podían exigir demasiado ya que no se trataba de un contrato laboral en regla. En lugar de sueldo, cada tanto le daban un par de medias, un buzo deportivo, ropa interior, en fin, lo que la familia precisara. A decir verdad, Coca fruncía el ceño cada vez que llegaba el momento de desprenderse de algún activo, pero Rosita la consolaba recordándole que, como canjeaban a precio de venta, a ellas en realidad les estaba costando un cuarenta por ciento menos. Además, no se puede pensar sólo en los beneficios, agregaba Rosita.
-También hay que ayudar al prójimo, ¿no te parece?
Por ésta y otras razones, Coca y Rosita se consideraban a sí mismas dos ciudadanas ejemplares. Y pese a no ser grandes contribuyentes, estaban muy satisfechas de su módico aporte al producto bruto interno. Escuchaban con interés los informes económicos del noticiero vespertino, aunque sus postulados las desconcertaban un poco. Su saldo de caja no siempre parecía coincidir con la optimista opinión de los expertos que pregonaban, sin lugar a réplica, un crecimiento arrollador de la economía nacional. Tampoco tenían muy claro para qué trabajaban. No les era fácil aplacar la fuerte sospecha de que si pusieran el dinero de la tienda en un banco, vivirían mejor y sin preocupaciones. Problema insoluble que, al menos, servía para entretenerlas en las largas y lluviosas jornadas de junio.


Después de una breve pausa para almorzar, la tarde prosiguió apacible y lenta. En claro perjuicio de Rosita, Coca logró evadir a la señora de Gómez, que las visitaba a menudo con el fin de tenerlas minuciosamente al tanto de su irreversible proceso de incontinencia. Movida por la secreta esperanza de descubrir una falsificación, Rosita se dedicó a examinar con una lupa en forma de corazón el billete que una clienta desconocida le entregó a cambio de una blusa color verde agua. Verde laguna, puntualizó Coca, archivando el billete sin más trámite. Doña Tecla pasó a convidarlas con unas deliciosas galletitas de coco, atención que ellas retribuyeron ofreciéndole un té de jazmín. Varios vecinos se acercaron a interesarse por la salud de la tía Hortensia, que se recuperaba satisfactoriamente de un fuerte resfriado. Y a las siete menos cuarto de la tarde número nueve mil cuatrocientos veintitrés de la Tiendita Primor, sus propietarias activaron la alarma, cerraron la puerta y se despidieron con dos cariñosos besos en cada mejilla. Hasta el día siguiente.



Los mellizos

Poco antes de cumplir los cincuenta, García se resignó a dejar los sentimientos y las emociones a un lado para conformarse con un buen pasar, un bonito apartamento con vista al parque y una muy personal colección de libros. Cuando un hombre interesante aparecía en su horizonte, García cerraba los ojos. Alguna que otra noche de insomnio aún añoraba las épocas en que había estado enamorada, o encaprichada, o confundida, o entusiasmada, o resentida, o desesperada, pero esto sólo sucedía cada tanto, en contadas ocasiones, y era superado durante la mañana siguiente tomando mate con hierbas medicinales –malva, boldo o carqueja- y mirando el History Channel.
Huía de los hombres maduros pero aún se permitía apreciar, a distancia, el atractivo de los hombres jóvenes, a quienes creía inocuos. Tal vez por eso fueron los mellizos quienes le dieron una sorpresa. Meses después de que todo comenzara, García seguía sin comprender cómo era que todo había llegado realmente a comenzar.
Martín tenía un diente partido y el ánimo un poco menos sombrío que Diego. Ambos vivían con su abuela materna mientras que sus padres, juntos o separados, eso no estaba muy claro, vivían en algún lugar del interior o del exterior, eso tampoco estaba claro. Habían dejado de estudiar al terminar secundaria y eran bastante renuentes a la idea de buscar trabajo. Escuchaban música, leían, fumaban y tomaban cerveza. Eran altos, esbeltos y ágiles. Los conoció a mediados de junio, cuando fueron a su casa a despedir a Luigi. Aunque García interpretó como mera amabilidad el interés que demostraron en su biblioteca, ofreció prestarles algunos libros. Pensó que no los aceptarían o que de hacerlo no los leerían y que en todo caso nunca iban a devolvérselos, pero se equivocó en todas y cada una de sus predicciones. Ellos aceptaron los libros, los leyeron y los devolvieron. Una semana después del primer encuentro reaparecieron en su apartamento, se instalaron en el sofá, preguntaron cortésmente por Luigi, hicieron comentarios muy personales sobre música, literatura y cine y se comportaron en general como dos jóvenes bien educados. También la invitaron a un recital que ofrecía a pocas cuadras de allí un grupo noruego, invitación que García declinó. Esta vez se llevaron un libro escrito por ella y le prometieron alcanzarle letras de canciones que estaban traduciendo. Les interesaba su opinión, dijeron.
Como no llegó a considerarlos un peligro hasta que fue demasiado tarde, García olvidó cerrar los ojos. Sucesivamente fue olvidando otras cosas, como el hábito de madrugar, su medicación, las sesiones quincenales de reiki y los suplementos de calcio.


Aloe, lachesis, lycopodium. Tres centímetros cúbicos en medio vaso de agua, en ayunas. Los mellizos duermen, es difícil que se levanten antes del anochecer. García está haciendo la lista de las compras. Yerba, café, papel higiénico. Juana va a llegar a las nueve a hacer la limpieza y García siente la tentación de enviarle un mensaje para que se tome el día libre. No es que Juana se sorprenda fácilmente ni que tenga la costumbre de juzgar la vida ajena, pero encontrar a dos jóvenes iguales durmiendo en la cama de García podría trastornar su indiferencia habitual. Y aunque García suele actuar como si la opinión de los demás no le importara, eso no es del todo cierto. Papel higiénico, lechuga, tomates y latas. Estos hermanos son adictos a muchas cosas, entre ellas a las latas. Latas de cerveza, de atún, de arvejas, de coca cola.


Los mellizos eran seres de la noche mientras que García era un espíritu matutino, por eso podían coexistir con comodidad aunque el apartamento fuera pequeño. Tampoco era necesario coexistir, a decir verdad, ya que nunca pasaban mucho tiempo juntos. Lo habitual era que ellos fueran y vinieran a su antojo, a su aire, a su libre albedrío. Desde su escritorio, García los escuchaba entrar y salir, los sentía acercarse y alejarse, los oía dando vueltas por la cocina, abriendo una lata de coca-cola y un paquete de papas chips o cocinando hamburguesas con huevos fritos y salsa kétchup a cualquier hora del día o de la noche. No hablaban mucho y rara vez miraban televisión. Eran aficionados a Internet, eso sí, y García era consciente de que su área wi fi había sido al comienzo uno de sus principales atractivos.
            Había algo impenetrable en ellos, algo irreductible, indescifrable. No daban ni pedían nada. No parecían esperar nada de la vida ni del futuro ni de la humanidad. Aceptaban como al descuido algún que otro gesto de cariño pero tendían a rechazar, incómodos, cualquier muestra de afecto que consideraran excesiva. Nunca aceptaron dinero. A cambio de la provisión permanente que encontraban en la casa de García, cada tanto le llevaban pequeños objetos que robaban en los supermercados de la zona. Un salero, una jabonera, un desodorante. Eran capaces de apreciar un buen vino si ella se los ofrecía en el momento adecuado, pero preferían la cerveza.
El razonamiento lógico discursivo les era ajeno. Operaban más bien por intuiciones, tan certeras que cortaban el aliento. Leían con atención los textos que ella escribía y parecían comprender mucho más de lo esperable, pero no les gustaba formular comentarios estructurados. A lo sumo una broma tangencial o un juego de palabras. Si ella intentaba abordar temas profundos o elevados, que para el caso es lo mismo, se reían. No a las carcajadas, no, sólo una risita discreta, sesgada, que alguien que no los conociera podría incluso calificar de cariñosa. Eludían cualquier intento que ella hiciera de idealizarlos y pasaban la mayor parte del tiempo mutando, sea lo que fuere que esta palabra significara para ellos. No les interesaba integrar las estadísticas ni formar parte de los promedios.
García sabía que un día se irían tal como habían llegado, sin explicaciones, sin promesas, sin piedad. Nada de te queremos mucho, sos una gran tipa, te merecés lo mejor, contá con nosotros ni cosas por el estilo.


Eran casi idénticos, casi. García se recostó sobre las almohadas y los observó mientras ellos se quitaban la ropa y se dedicaban a exhibir sus nuevos tatuajes. Un delfín que emergía del brazo izquierdo de Diego y se hundía en el hombro derecho de Martín. Tenían otros más antiguos. Un dragón, un ancla, una serpiente. También tenían quemaduras de cigarrillos, marcas de jeringas y cortes en los antebrazos.

                                              
Hay cosas aún peores que nacer en Montevideo, les explicaba García a los mellizos una noche de diciembre. Martín estaba desparramado sobre la alfombra, fumando, con la cabeza apoyada en un libro. Diego estaba acostado en el sillón, con la mirada fija en un punto perdido. Parecían escuchar, pero García sospechaba que estaban más atentos a las modulaciones de su voz que al significado de sus palabras. De todos modos siguió hablando, consciente de que la pasividad que embargaba a los jóvenes podía disiparse en cualquier momento. Su capacidad para prestar atención a un mismo tema era limitada, por lo que García sintetizaba al máximo sus comentarios. Si comenzaba a articular un discurso largo ellos se levantaban y se iban, dejándola con la palabra en la boca. O eructaban, o escupían.
Nunca argumentaban, ni discutían, ni censuraban. Tampoco exigían coherencia ni compromisos.


Abre la heladera y observa. Medio limón, un envase de yogur abierto, una botella de agua mineral sin gas. Los mellizos están en alguna playa del este, aprovechando la temporada turística para buscar un empleo ocasional. Hace casi un mes que no aparecen por su casa. Ya no hay latas de cerveza desparramadas por el living, ni cocacolas en la heladera, ni colillas por todas partes, ni olor a transpiración en sus toallas, ni calcetines sucios entre las sábanas. García mira con nostalgia los ceniceros vacíos y las habitaciones ordenadas. Ha aprovechado esas semanas para purificar su organismo comiendo sólo verduras y frutas. También ha bajado algún que otro quilo, sobre todo en la zona de las caderas. Ahora puede usar vaqueros talle cuarenta y seis sin que se le corte la respiración.


Marzo en Montevideo. Hay que pedir hora con el oculista, llamar al service del lavarropas y pagar la cuenta del cable. Hace ya dos meses que García no ve a los mellizos. Sólo recibió un mensaje de texto donde dicen que no tienen planes de volver, ni de no volver. No tienen planes, en realidad. Asamblea de copropietarios, liquidación del impuesto a la renta, reunión con el contador, anticipo del balance…
No podía retenerlos y tampoco podía olvidarlos. Enojarse con ellos habría sido patético. Ellos no mentían ni engañaban ni prometían ni ofrecían nada, sólo existían. De modo que García hacía solitarios o tiraba el tarot de Marsella mientras esperaba un mensaje, o una llamada, o un mail. O sencillamente, que tocaran el timbre.


Ya hace tres meses que los mellizos se fueron, Luigi aún no ha vuelto y García adelgazó cuatro quilos. Ahora está en pleno proceso de limpieza de sus armarios. Varias cajas con fotografías familiares, cuadernos llenos de anotaciones y carpetas con méritos curriculares terminan en el contenedor de basura que ocupa un metro y medio de largo por noventa centímetros de ancho en la esquina de Bulevar Artigas y Dieciocho de Julio. Al mismo contenedor van a parar un rompevientos gris, no muy grueso, un chal violeta que le trajo Elena de Buenos Aires el invierno anterior, un par de sandalias, una de ellas con el taco quebrado, un almohadón de plumas, un portarretratos vacío, unas gafas que ya no usa, varias agendas del siglo veinte, dos pilas agotadas, un mapa de San Gregorio de Polanco, un termómetro averiado, un frasco de perfume sin perfume y una caravana de jade.


Una noche reaparecieron como si tal cosa, acompañados de una joven de origen japonés a la que llamaban Miko. Miko era bajita y grácil, exhibía con soltura un cabello negro que le llegaba hasta la cintura y trataba a García como si fuera una pieza más del mobiliario. Los mellizos, en cambio, estaban locuaces. Para la sensibilidad de García, exacerbada por meses de soledad, tal vez un poquito demasiado locuaces. Contaron que con el dinero ganado trabajando en un hostal se habían comprado una guitarra. También habían compuesto letras para canciones y querían la opinión de García. Estas palabras, en su código, podían significar varias cosas diferentes y también podían no significar nada en absoluto. García sirvió cerveza para todos, incluyendo a Miko, y comenzó a leer y a comentar las canciones. Habló durante largo rato aquella noche, mientras ellos fumaban y bebían.
           

No sabe si es tristeza o carencia de potasio, pero se siente muy cansada. Está acostada boca arriba, con la mirada fija en el cielorraso, pensando en la larga lista de actividades, todas debidamente anotadas en su agenda, que debe llevar a cabo esa tarde. Pasar por la empresa a hacer un arqueo de caja y llevar el auto a la estación de servicio para un cambio de aceite son las principales. Están a mediados de agosto y contra todos los pronósticos, Luigi aún no ha vuelto. No se le ha terminado el dinero ni se ha enfermado ni se ha aburrido. Parece a gusto con sus amigos noruegos y habla de irse a vivir a una cabaña en algún bosque escandinavo, acompañado sólo por su guitarra. García le escribe y le comenta que se cruza cada tanto con aquellos amigos suyos, los gemelos, a lo que su hijo contesta mellizos, mamá, mellizos.


Un té con limón y seis cucharaditas de azúcar. Pantuflas, una pinza en el pelo, crema humectante en las mejillas y un camisón abrigado. García, cuyo verdadero nombre no es García, busca un epílogo para esta historia. Las opciones son varias:
1)      Luigi regresa y la situación se torna algo incómoda.
2)      El que regresa no es Luigi sino alguien a quien García prefiere no mencionar. La situación también se torna incómoda.
3)      García se muere.
4)      García no se muere. Todo sigue como está.