sábado, 24 de agosto de 2013

Fuera de lugar (fragmentos)



        Martín corre detrás de una pelota azul y blanca que le trajeron esta mañana los Reyes Magos. La patea y me mira, yo aplaudo.
        Le doy un beso y le envuelvo la cabeza con una bufanda. Es una madrugada muy fría y no quiero que tenga otra crisis respiratoria. Su camperita verde sube de un salto la escalera de entrada del Jardín Nº 16 y se pierde en el pasillo que conduce a los salones de clase.
        Antes de cruzar la calle, Martín se da vuelta y me mira. Yo le hago señas de que siga adelante. Va solo, por primera vez, a su clase de música. Lleva los palos de la batería colgando de la mochila.
        La maestra de cuarto grado, o de tercero, o de quinto, se queja. Este niño no se concentra, me dice, no presta atención, es muy distraído. Y nunca está quieto, agrega.
        Tiene seis años y no encuentra su Ranger verde. Buscamos en el cajón de los juguetes, en el ropero, debajo de la cama. No hay caso, el Ranger no aparece. Yo tengo que preparar una clase sobre la obra crítica de un escritor desconocido que la academia encuentra interesante para explicar el posterior desarrollo de una generación que sentó las bases para el posterior desarrollo de la generación del cuarenta y cinco. Un montón de fotocopias se apilan en mi mesita de luz.
        Martín tiene catorce años. Está tirado en la cama, con la mirada perdida. Cuando le hablo me sonríe, pero no sé si entiende lo que estoy diciendo. Me acerco, me siento a su lado y le hablo con lentitud. Vocalizo palabras sencillas y frases cortas. Sus pupilas están fijas en algún punto detrás de mí. En su mesita de luz hay una foto de Slash tocando la guitarra, un muñequito Snoopy y hojillas de papel para tabaco. 
        Tiene dieciséis años, viste de negro y lleva una cruz invertida colgando del lóbulo de su oreja izquierda. Se queda conmigo todo el fin de semana. Conversamos, miramos juntos el noticiero de la tarde, nos burlamos de la propaganda política, comemos calamares a la romana y cantamos Mambrú se fue a la guerra.


*


Martín dice que yo estoy siempre en otro lugar. Que ha sido así desde que él nació, o al menos desde que puede recordar. A mí me parece una acusación injusta. Estamos pelando un quilo de papas para acompañar un pollo pequeño, de granja, que ya se está cocinando en el horno. Anochece temprano a esta altura del año y afuera hace frío. El termómetro que tenemos en el balcón no ha marcado más de ocho grados en los últimos días.
Yo, ahora, estoy aquí, le digo. No, no estás aquí, contesta, y se ríe. No estás aquí, nunca estás, insiste. Agrega que él trataba de alcanzarme, cuando era chico. De alcanzarme y traerme de vuelta.
Después de cenar, se encierra en su cuarto y escucha música a todo volumen. Nuestros vecinos nunca se han quejado. En el piso de arriba vive una pareja joven con un hijo de siete años y un bebé de seis meses, y en el de abajo dos señoras muy amables. Yo trato de leer una novela pero Martín me interrumpe cada diez o quince minutos buscando mi opinión sobre un solo de guitarra o sobre una melodía que alguien, un músico olvidado, ha compuesto tras varios años de silencio.
Le gusta pasar la noche en vela y dormirse recién en la madrugada. Como no consume alcohol ni marihuana he decidido no preocuparme, o al menos no desesperarme, por sus horarios. Ni por su forma de vestir, ni por su pelo, ni por el estado de su dormitorio.
No sé qué es lo que piensa acerca de su futuro y creo que él tampoco lo sabe. Cada tanto esboza algún proyecto, lo menciona un par de veces y luego lo olvida. Trabajar como camarero en un restaurante, criar terneros en el campo de unos amigos, tocar la batería en el metro de Barcelona, hacer malabares en una plaza, participar en la cosecha de manzanas de cierta granja ecológica, pedir limosna en las escaleras de la catedral de Girona, de Montevideo o de Madrid.
Este niño necesita una imagen paterna, me dijo desde el principio la psicóloga del colegio. Lo mismo dijeron la maestra, la directora, la profesora de natación, la psicomotricista, la fonoaudióloga y la dentista. Esto se repitió, con ligeras variantes, durante unos catorce años. Un buen día, por alguna razón que desconozco, cesó.
La situación de Martín en el sistema educativo nunca fue estable. La mayoría de los problemas radicaba en su actitud, le resultaba difícil no dormirse en clase.                                               

 

                                                                       *


         Son las nueve de la noche. Estoy tirada en la cama, a oscuras, con la mirada fija en el cielorraso. Voy por el cuarto ciclo de quimioterapia, tercera serie. Martín está en el club, jugando al fútbol.
         Cuando vuelve entra en mi dormitorio, enciende la luz y me abraza. Está transpirado y no huele muy bien, pero no le digo nada. Se da una ducha, deja un charco de agua en el baño, ropa tirada por todas partes y huellas húmedas en el parquet. Después comienza a preparar la cena. 
        Con muchas precauciones, yo logro trasladarme desde la cama hasta el sillón del living. Enciendo el televisor y comienzo a recorrer los canales buscando una serie policial. Martín ya está en la cocina, pelando papas para acompañar un matambre al horno.

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