sábado, 11 de agosto de 2012

En las orillas del viento

EN LAS ORILLAS DEL VIENTO

(fragmentos)




            Fuimos, mi padre y yo, a buscarla. No la encontramos, no estaba. Sí estaba, en realidad, pero no la encontramos. No esa tarde, al menos. Tampoco al día siguiente, que era sábado. Mi padre fumaba, como siempre, un cigarrillo tras otro. Cigarrillos Nevada, con filtro, que le enronquecían la voz. Entre toses y bocanadas de humo, mientras avanzábamos por la ruta siete, él contaba una historia. Tenía muchas historias para contar, mi padre. Su infancia en los márgenes del río Paraná, entre el lodo y los mosquitos; sus orígenes erráticos, diversos, que variaban levemente a través de los años. Me gustaba escucharlo. Yo conducía su camioneta blanca mientras él hablaba y fumaba.
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            La primera vez que me fui de casa, llevé conmigo una lámpara portátil que mi padre me regaló cuando cumplí veinte años. Era una lámpara baja, de escritorio, de un color azul intenso. Yo la usaba para leer por las noches, mientras preparaba mi tesis. Un compañero de la Facultad, que en ese entonces vivía conmigo, opinaba que para ser una lámpara tan pequeña ocupaba demasiado lugar.
Di un portazo, cuando me fui. En aquella época, tendría unos veinte años, un poco más, era aficionada, propensa, proclive, a los portazos. Así terminaban todas mis conversaciones, todos mis planteos. Una tarde de mayo volví, toqué el timbre, nos reconciliamos. Nunca nos detuvimos a hablar de las cosas que habían pasado, de lo que nos habíamos dicho. No sabíamos hablar, entre nosotros.
Me fui dando un portazo, la primera vez que me fui. Estuvimos distanciados, un tiempo. Un día, una tarde para ser más precisa, volví. Tuve que tocar el timbre durante largo rato, había perdido mis llaves durante la mudanza. Nos reconciliamos, por cierto, pero a veces, sólo a veces, me pregunto si olvidamos. Si se puede olvidar.
     No estoy muy segura de que se pueda, realmente, olvidar. Se puede fingir, sí. Disimular, hacerse la distraída, pasearse con ligereza por algunos recuerdos, esquivar otros. Acercarse a una ventana y mirar hacia afuera. Ver a mi padre que regresa de trabajar, estaciona en la vereda de enfrente y después, con paso lento, cruza la calle. Una y otra vez, vuelve a cruzarla. Algunos días llueve, otros no. Hace frío, hay sol o está nublado, y él cruza esa calle. 
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Tenía una camioneta blanca. Le gustaban las camionetas, siempre y cuando fueran blancas. Pagan menos impuestos, decía. La estacionaba frente a casa, a la sombra de un paraíso. Cada otoño, los vecinos proponían talar los árboles de la cuadra. Las hojas secas ensucian, argumentaban, tapan las cañerías, obstruyen los desagües. Mi padre defendía su paraíso. Las cañerías, para ser sincera, no le importaban mucho. Los vecinos, tampoco. 
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Crecimos, mis hermanas y yo, escuchando historias de la selva guaraní. Todavía nos reunimos, en Navidad o en Pascuas, depende de las circunstancias concretas de cada año, y recordamos. Descorchamos un Tanat, o un Cabernet Sauvignon, y recordamos. Recordamos las inconsistencias, exploramos las variantes, nos detenemos, obsesivamente, en las contradicciones. Una de nosotras discrepa con algún detalle que las otras dan por sentado. No se trataba de una culebra, insiste Elena, sino de una víbora de la cruz. En aquella historia, la de la niña. Servimos otra ronda de vino y todo vuelve a comenzar. La niña, el río, la culebra. En el recuerdo de Alicia hay también un pájaro.
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No tengo dos hermanas, sino una. Una mayor y una menor. Ambas se parecen, o no, indistintamente. Yo estoy en el medio, a mitad de camino. Alicia, tal vez Elena, no importa demasiado, se acerca. Viene, se va, vuelve, se detiene, duda. Permanece indecisa, a pocos pasos del umbral. Cuando se marcha, yo la miro alejarse hasta que su silueta se pierde en la madrugada.
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La tarde en que fuimos a buscarla y por fin la encontramos, la tía Felicia nos recibió en aquella extraña vivienda, poco más que una choza para una perspectiva montevideana, donde moraba, en absoluta soledad, desde hacía décadas. Queríamos preguntarle algo. Era yo quien quería preguntar, en realidad. Mi padre sólo me acompañaba. La tía Felicia tenía la voz ronca, decían que era por el alcohol. Conversamos un rato, más de una hora, bajo el alero de paja. Mi padre me observaba, intrigado. En el camino de regreso a casa fumó más que de costumbre, pero habló muy poco. Algún comentario trivial, sobre el estado de la ruta.
Ya no recuerdo cuál era mi pregunta aquella tarde. Sé que era importante, en ese momento, pero con el tiempo la fui olvidando. A veces es mi hermana quien conduce mientras yo me quedo en casa, estudiando para un examen. La camioneta, blanca, avanza por la ruta siete esquivando los pozos y adelantando a los camiones que llevan ganado a los frigoríficos. Es una ruta con curvas peligrosas. Las curvas de la muerte, les dice la gente que pasa por allí con frecuencia. Mi padre fuma y cuenta, esa vez, la historia de la niña y el caracol. Siempre en las orillas del río Paraná.
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Acaso se pueda, por qué no, olvidar. Despertar por la mañana y sentir los pasos en la cocina, el olor de las guayabas maduras entrando por la ventana de mi cuarto. Mi cuarto de paredes blancas, con la biblioteca del tío Isidoro y una lámpara azul en la mesita de noche.
O sentarse en un boliche, encender un cigarrillo y pedir un café. Abrir el tomo II de los Comentarios y detenerse, para siempre, en la página cincuenta y tres de la edición de Clásicos, en aquel párrafo largo y complejo que requiere una lectura atenta, sin interrupciones.
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En las fracturas del tiempo, no en su devenir. En el tropiezo, la grieta, ahí estábamos. Ahí estoy yo, todavía.

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Mi padre me observa, desde su sillón. Se vuelve y le comenta algo a mi madre. Mi madre asiente, distraída. Yo estoy leyendo, tirada en la alfombra. Leo novelas románticas, de la Colección Primor, que mis tías me prestan, cada sábado, para devolver el domingo.
Cuando yo nací, no se estilaba depositar expectativas importantes en una mujer. Las expectativas paternas eran patrimonio casi exclusivo de los hijos varones. Al menos, así era en lo que respecta a mi familia y sus alrededores. Le debo a mi padre la extravagante idea de haber hecho proyectos ambiciosos para mí. Tal vez me exigió demasiado pero en todo caso nunca me subestimó, piadosamente.
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Miro a mi padre que mira a mi madre que mira a mi hermana que descuelga su gabardina del perchero, toma su cartera, abre la puerta y se va.
Mi hermana siempre se estaba yendo. Nosotros queríamos retenerla, guardarla en un frasquito de cristal, como un perfume francés. Cada tanto, sólo cada tanto, quitar la tapa y aspirar el aroma a fruta dulce, rara.
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Yo era fucsia, Alicia turquesa. Nos combinábamos antes de salir, de ir al cineo a bailar. Habría sido imperdonable que fuéramos las dos vestidas con el mismo color. Verde, por ejemplo. Cuando Alicia quería parecerse a mí, por alguna razón, me pedía prestado un pañuelito fucsia y se lo ataba alrededor del cuello.
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      Las caravanas eran de Noel y la chalina de Gabriela. Las sandalias, de tacos tan altos que hacían peligrar mi estabilidad, las había estrenado Elena el día anterior. El resto era mío, supongo. Así fui a bailar una noche de verano de mil novecientos setenta y nueve, en La Paloma. Fui con un amigo, un compañero de la Facultad. Él no se imaginaba que estaba saliendo con tantas mujeres a la vez. Nos volvimos a ver en varias ocasiones, ese mismo verano. Después, dejamos. Queríamos conocer a otras personas, tener otras experiencias. Éramos muy jóvenes para comprometernos, razonamos amigablemente, tomando un café en una confitería de moda. En aquel entonces yo me enamoraba bastante a menudo, a veces con pasión, a veces con criterio. Todas mis relaciones terminaban así, amigablemente, tomando un café en alguna parte. Quizá no todas, debería admitir, pero casi.
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            Me gustaba usar la ropa de mis hermanas. Una pulsera, un pañuelo, un par de zapatos. Estas transferencias no siempre funcionaban bien. El mismo vestido sobre mi cuerpo nunca era el mismo. En ese leve desajuste estaba yo. Mi imagen precariamente superpuesta a la de ellas, sin que los bordes coincidieran. Un buen día, mis hermanas se cansaron de prestarme sus cosas. Ahora te toca elegir a vos, dijeron.
Y así me quedé, sola frente al espejo.
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Una escalera caracol que se enrosca sobre sí misma, interminable, sin punto de partida ni de llegada. Un puñado de anécdotas discontinuas, inconexas, deshilvanadas, sin principio ni fin, que no conducen a ninguna parte y que a nadie le interesa comprender ni interpretar. Toda mi vida ha sido la introducción a mi vida. La promesa, el prólogo. Estoy, siempre, en el vestíbulo. Cuando intento avanzar me pierdo en un laberinto de deseos ajenos. Las expectativas de mi padre, las ilusiones de mi madre.
       Es que los otros existen. Y a veces, duelen. No pueden evitarlo, así es su naturaleza.            
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viernes, 3 de agosto de 2012

La cruz del sur (fragmento)

LA CRUZ DEL SUR

(fragmento) 



          La abuela Paca aún no es abuela. Sus cuatro hijos son pequeños y su esposo está ausente. Reclinada en su mecedora, pasa la noche en vela fumando tabaco brasileño, un cigarro tras otro. El oído alerta, la respiración sigilosa, un fusil al alcance de la mano. En la estancia sólo quedan el viejo Chispa, inutilizado por la edad y el alcohol, y doña Tecla. Los hombres se han ido a la guerra y no hay noticias de ellos. La abuela Paca, joven aún, fuma sus desparejos cigarros en la oscuridad mientras piensa en su esposo. No sabe que él está herido. Hace unas horas, un sable anónimo atravesó el poncho con el que Fabián Martínez, hombre de paz y de trabajo, se protege del frío de las madrugadas. El tajo no es profundo y él es fuerte. Volverá.
         Desde otro siglo y en otro continente, alguien quiere escribir su historia. Pero le faltan detalles y teme confundir los nombres -¿Fabián? ¿José?-. En busca de información, ese alguien se conecta con una prima lejana que vive en Berkeley y que tal vez sepa algo más. No, Carolina lo siente mucho, pero sus intereses han estado siempre muy ajenos a las tradiciones familiares. Sin embargo, agrega, tiene una hermana en Montevideo que podría hablar con alguna de las tías. Cree recordar que la tía Babel, viejísima, conserva una excelente memoria de los relatos que escuchó siendo niña.

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