domingo, 27 de enero de 2013

Era viernes, creo





Era viernes, creo. Alguien nos presentó en la cena de bienvenida, mientras tomábamos un cóctel. Era yo quien tomaba un cóctel, en realidad; vos sostenías en la mano un vaso de whisky escocés, sin hielo. Era un viernes, sí, un viernes de agosto. Agosto de aquel año, mil novecientos noventa y siete, el año de las inundaciones y los cortes de luz.
Fue ahí, en ese hotel de Bahía Blanca, que todo empezó. Un cóctel de bienvenida, los anillos en la mesita de luz y los sonidos del silencio. O let it be, o yesterday. Después, el ritmo pausado de tu respiración, mis ojos abiertos en la oscuridad.
                                                          

Hubo otros viernes, otras habitaciones, otros hoteles. Una rápida puesta al día, una copa de vino blanco, otra copa de vino blanco y la presión de mi lengua en el pliegue de una cicatriz. El temblor de una membrana entre mis labios y los sonidos del silencio. O let it be, o yesterday.
Por la mañana un roce en la mejilla. Los relojes, las llaves del auto, las agendas y los anillos. Después llegaron los celulares.


Una noche perdí una de mis caravanas. Era un aro de plata que hacía juego con un broche de pelo en forma de ancla. Fue en un hotel de Tacuarembó, me parece. Pero no estoy segura, tal vez en Tacuarembó fue que dejé mi pulsera de coral –un coral rústico, sin pulir, que le compré a un artesano húngaro de Lloret y que yo misma até con hilo sisal- y el aro de plata en realidad lo perdí en Buenos Aires. O en el Chuy, o en La Pedrera, quién sabe.
Los anillos no, nunca los perdíamos. Habría sido difícil de explicar.


Otra noche tuviste que prestarme un pañuelo. Ésa no fue una gran noche, a decir verdad. Yo tosía, estornudaba y me sonaba la nariz constantemente. Además, me dolía la garganta. Por eso, porque yo me sonaba la nariz, tuviste que prestarme un pañuelo. Lo guardé durante un tiempo, unos meses. Después, un día, te lo devolví. Gracias, te dije.


Esto no funciona, anunciaste una vez. Creo que fue en el dos mil uno. Por setiembre, poco antes de la primavera. Una primavera muy lluviosa, si mal no recuerdo.
Esto, así, no funciona, dijiste. Yo no te contesté. Seguí fumando, mientras contaba las baldosas que había entre la pata de la cama y la puerta del baño. Unas baldosas grandes, rústicas, de un color terracota que, a mi criterio, no combinaba del todo bien con el azul claro de las paredes. Entre la pata de la cama y la puerta del baño había siete de esas baldosas. Las conté varias veces, mientras fumaba y escuchaba tu voz. 
Cuando terminé el cigarrillo, dejé la colilla en el cenicero y cerré los ojos. 


¿Te parece? te pregunté varias semanas después. Pero no escuché tu respuesta, no me interesaba. No me interesaba en absoluto, tu respuesta. Todavía sentía cierto rencor porque no nos habíamos visto el último viernes de octubre. No mucho rencor, para ser sincera, sólo un poco. Es que siempre habíamos pasado juntos la noche del último viernes de octubre, pensé, mientras vos hablabas y yo paladeaba una pastilla de menta.


Fue en el dos mil cinco, antes de las fiestas de fin de año, cuando decidimos terminar. No era la primera vez que lo decidíamos, no. Digamos que últimamente era casi un hábito, entre nosotros, conversar sobre cuál sería el mejor momento para dejar de vernos. Vos te sentías un poco culpable, a esa altura. Yo, no tanto. Después de hacer el amor me volviste a explicar que ésa era la oportunidad ideal para ponerle un cierre amigable –y definitivo- a nuestra relación. Cerré los ojos y te escuché, atentamente. Me hacía cosquillas tu barba de unos días y eso me impedía concentrarme en tus palabras. De todos modos lo intenté y creo que incluso te di la razón. Tus argumentos eran irrebatibles. 
      Hablaste largo rato aquella noche, hasta que yo me quedé dormida.


Después de las vacaciones fui yo quien decidió terminar. Estábamos en un hotel de Quaraí, cerca de la frontera. Esto no puede continuar, afirmé, con una convicción algo deslucida por la recorrida de tu mano derecha a lo largo de mi espalda. Yo estaba boca abajo, con la cabeza hundida en la almohada y me costaba hablar. O sea, me costaba vocalizar. Lo que tenía para decir lo sabía de memoria, lo había practicado durante varias tardes con mi analista cuando tú estabas de gira por Río Grande do Sul. A veces pienso en las horas de terapia que me costó aquella ruptura.
Y así fue que nos despedimos, amigablemente, tomando un café. Pero no en Quaraí, no. Eso fue después, en otro lugar.



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