sábado, 9 de noviembre de 2013

Diecisiete encendedores



Diecisiete encendedores procedentes de la colección Vicenzi, diez latas con propaganda de té y café, un álbum de Chocolates Águila completo y en buen estado de conservación, una copa de cristal Souvenir de la Exposición Universal de París con estuche original, una máquina de fotos tipo fuelle, una grapa con miel, por favor, una caja musical antigua con mecanismo de cuerdas y cilindro de bronce, treinta rollos para pianola y un paquete de cigarrillos La Paz, sin filtro, una cartuchera para municiones perteneciente al ejército alemán, año 1914, una máscara anti-gas del ejército belga, sin origen, incompleta y con avería -esto debería ir en la subasta del viernes, no en la de hoy- una daga turca con hoja cincelada, cuatro monedas bizantinas sin clasificar, un café con leche mientras leía en busca del tiempo perdido, una cadena de oro con dijes de coral, un collar de perlas, un reloj pulsera y entonces fue que cruzaste la calle y me viste, una gargantilla de brillantes con cierre de seguridad, doce cucharitas de plata inglesa y me diste un beso en la mejilla, me preguntaste qué tal cómo estás y yo te dije bien ¿y vos? un pastillero de porcelana, un abanico francés decorado anverso y reverso, encendiste un cigarrillo La Paz y pediste una grapa con miel, otro abanico, una pareja de sillas Luis XVI en madera dorada, una alfombra persa en aquel boliche, a pocos pasos del callejón de la universidad, una consola en mármol veteado, un joyero en alabastro con guarda de bronce, un brazalete y aquel boliche, sí, el de piso de tablas ¿te acordás? un catálogo de la II Bienal de San Pablo, una carta esférica del siglo XVIII en aceptable estado de conservación, una rueca que debería estar en otro lote, un tintero de bronce y los volantes que decían libertad, una miniatura esmaltada, un ánfora de base circular con animales mitológicos, un afiche anónimo y ahora que lo pienso tal vez era una grapa con limón, un barómetro de pared, dos candelabros y tantas palabras prohibidas, un reloj estilo imperio, un tarjetero de nácar, una polvera de carey decían los volantes, un teléfono antiguo a magneto en hierro y metal, varios ejemplares numerados, encuadernados en rústica, un abanico de nácar y sí me acuerdo, claro, una jardinera en mayólica, una cítara de caoba, marfil y hueso, con llave para ajustar las clavijas, un alhajero de ébano, el fajo de volantes que yo guardé en la cartera, dos bomboneras de cristal, un juego de ajedrez con piezas de porcelana, una cartera de cuero, grande, que yo usaba cruzada como si fuera una mochila, un farol antiguo que tenía en los bordes un tenue repujado en forma de trébol, otro alhajero, un ejemplar de Las Metamorfosis editado en París en 1752, un par de espuelas de oro con las iniciales J. C., seis soldaditos de plomo y esa vez me acompañaste a tomar el ómnibus, un abrecartas de marfil con empuñadura de bronce, una hora en aquella esquina, la de la plaza, esperando el ciento veinticinco con destino al Cerro, una bandeja victoriana, una estatuilla de jade, un samovar de plata, una brújula.

sábado, 24 de agosto de 2013

Fuera de lugar (fragmentos)



        Martín corre detrás de una pelota azul y blanca que le trajeron esta mañana los Reyes Magos. La patea y me mira, yo aplaudo.
        Le doy un beso y le envuelvo la cabeza con una bufanda. Es una madrugada muy fría y no quiero que tenga otra crisis respiratoria. Su camperita verde sube de un salto la escalera de entrada del Jardín Nº 16 y se pierde en el pasillo que conduce a los salones de clase.
        Antes de cruzar la calle, Martín se da vuelta y me mira. Yo le hago señas de que siga adelante. Va solo, por primera vez, a su clase de música. Lleva los palos de la batería colgando de la mochila.
        La maestra de cuarto grado, o de tercero, o de quinto, se queja. Este niño no se concentra, me dice, no presta atención, es muy distraído. Y nunca está quieto, agrega.
        Tiene seis años y no encuentra su Ranger verde. Buscamos en el cajón de los juguetes, en el ropero, debajo de la cama. No hay caso, el Ranger no aparece. Yo tengo que preparar una clase sobre la obra crítica de un escritor desconocido que la academia encuentra interesante para explicar el posterior desarrollo de una generación que sentó las bases para el posterior desarrollo de la generación del cuarenta y cinco. Un montón de fotocopias se apilan en mi mesita de luz.
        Martín tiene catorce años. Está tirado en la cama, con la mirada perdida. Cuando le hablo me sonríe, pero no sé si entiende lo que estoy diciendo. Me acerco, me siento a su lado y le hablo con lentitud. Vocalizo palabras sencillas y frases cortas. Sus pupilas están fijas en algún punto detrás de mí. En su mesita de luz hay una foto de Slash tocando la guitarra, un muñequito Snoopy y hojillas de papel para tabaco. 
        Tiene dieciséis años, viste de negro y lleva una cruz invertida colgando del lóbulo de su oreja izquierda. Se queda conmigo todo el fin de semana. Conversamos, miramos juntos el noticiero de la tarde, nos burlamos de la propaganda política, comemos calamares a la romana y cantamos Mambrú se fue a la guerra.


*


Martín dice que yo estoy siempre en otro lugar. Que ha sido así desde que él nació, o al menos desde que puede recordar. A mí me parece una acusación injusta. Estamos pelando un quilo de papas para acompañar un pollo pequeño, de granja, que ya se está cocinando en el horno. Anochece temprano a esta altura del año y afuera hace frío. El termómetro que tenemos en el balcón no ha marcado más de ocho grados en los últimos días.
Yo, ahora, estoy aquí, le digo. No, no estás aquí, contesta, y se ríe. No estás aquí, nunca estás, insiste. Agrega que él trataba de alcanzarme, cuando era chico. De alcanzarme y traerme de vuelta.
Después de cenar, se encierra en su cuarto y escucha música a todo volumen. Nuestros vecinos nunca se han quejado. En el piso de arriba vive una pareja joven con un hijo de siete años y un bebé de seis meses, y en el de abajo dos señoras muy amables. Yo trato de leer una novela pero Martín me interrumpe cada diez o quince minutos buscando mi opinión sobre un solo de guitarra o sobre una melodía que alguien, un músico olvidado, ha compuesto tras varios años de silencio.
Le gusta pasar la noche en vela y dormirse recién en la madrugada. Como no consume alcohol ni marihuana he decidido no preocuparme, o al menos no desesperarme, por sus horarios. Ni por su forma de vestir, ni por su pelo, ni por el estado de su dormitorio.
No sé qué es lo que piensa acerca de su futuro y creo que él tampoco lo sabe. Cada tanto esboza algún proyecto, lo menciona un par de veces y luego lo olvida. Trabajar como camarero en un restaurante, criar terneros en el campo de unos amigos, tocar la batería en el metro de Barcelona, hacer malabares en una plaza, participar en la cosecha de manzanas de cierta granja ecológica, pedir limosna en las escaleras de la catedral de Girona, de Montevideo o de Madrid.
Este niño necesita una imagen paterna, me dijo desde el principio la psicóloga del colegio. Lo mismo dijeron la maestra, la directora, la profesora de natación, la psicomotricista, la fonoaudióloga y la dentista. Esto se repitió, con ligeras variantes, durante unos catorce años. Un buen día, por alguna razón que desconozco, cesó.
La situación de Martín en el sistema educativo nunca fue estable. La mayoría de los problemas radicaba en su actitud, le resultaba difícil no dormirse en clase.                                               

 

                                                                       *


         Son las nueve de la noche. Estoy tirada en la cama, a oscuras, con la mirada fija en el cielorraso. Voy por el cuarto ciclo de quimioterapia, tercera serie. Martín está en el club, jugando al fútbol.
         Cuando vuelve entra en mi dormitorio, enciende la luz y me abraza. Está transpirado y no huele muy bien, pero no le digo nada. Se da una ducha, deja un charco de agua en el baño, ropa tirada por todas partes y huellas húmedas en el parquet. Después comienza a preparar la cena. 
        Con muchas precauciones, yo logro trasladarme desde la cama hasta el sillón del living. Enciendo el televisor y comienzo a recorrer los canales buscando una serie policial. Martín ya está en la cocina, pelando papas para acompañar un matambre al horno.

                                                          *
         
                                                                           *        


domingo, 27 de enero de 2013

Era viernes, creo





Era viernes, creo. Alguien nos presentó en la cena de bienvenida, mientras tomábamos un cóctel. Era yo quien tomaba un cóctel, en realidad; vos sostenías en la mano un vaso de whisky escocés, sin hielo. Era un viernes, sí, un viernes de agosto. Agosto de aquel año, mil novecientos noventa y siete, el año de las inundaciones y los cortes de luz.
Fue ahí, en ese hotel de Bahía Blanca, que todo empezó. Un cóctel de bienvenida, los anillos en la mesita de luz y los sonidos del silencio. O let it be, o yesterday. Después, el ritmo pausado de tu respiración, mis ojos abiertos en la oscuridad.
                                                          

Hubo otros viernes, otras habitaciones, otros hoteles. Una rápida puesta al día, una copa de vino blanco, otra copa de vino blanco y la presión de mi lengua en el pliegue de una cicatriz. El temblor de una membrana entre mis labios y los sonidos del silencio. O let it be, o yesterday.
Por la mañana un roce en la mejilla. Los relojes, las llaves del auto, las agendas y los anillos. Después llegaron los celulares.


Una noche perdí una de mis caravanas. Era un aro de plata que hacía juego con un broche de pelo en forma de ancla. Fue en un hotel de Tacuarembó, me parece. Pero no estoy segura, tal vez en Tacuarembó fue que dejé mi pulsera de coral –un coral rústico, sin pulir, que le compré a un artesano húngaro de Lloret y que yo misma até con hilo sisal- y el aro de plata en realidad lo perdí en Buenos Aires. O en el Chuy, o en La Pedrera, quién sabe.
Los anillos no, nunca los perdíamos. Habría sido difícil de explicar.


Otra noche tuviste que prestarme un pañuelo. Ésa no fue una gran noche, a decir verdad. Yo tosía, estornudaba y me sonaba la nariz constantemente. Además, me dolía la garganta. Por eso, porque yo me sonaba la nariz, tuviste que prestarme un pañuelo. Lo guardé durante un tiempo, unos meses. Después, un día, te lo devolví. Gracias, te dije.


Esto no funciona, anunciaste una vez. Creo que fue en el dos mil uno. Por setiembre, poco antes de la primavera. Una primavera muy lluviosa, si mal no recuerdo.
Esto, así, no funciona, dijiste. Yo no te contesté. Seguí fumando, mientras contaba las baldosas que había entre la pata de la cama y la puerta del baño. Unas baldosas grandes, rústicas, de un color terracota que, a mi criterio, no combinaba del todo bien con el azul claro de las paredes. Entre la pata de la cama y la puerta del baño había siete de esas baldosas. Las conté varias veces, mientras fumaba y escuchaba tu voz. 
Cuando terminé el cigarrillo, dejé la colilla en el cenicero y cerré los ojos. 


¿Te parece? te pregunté varias semanas después. Pero no escuché tu respuesta, no me interesaba. No me interesaba en absoluto, tu respuesta. Todavía sentía cierto rencor porque no nos habíamos visto el último viernes de octubre. No mucho rencor, para ser sincera, sólo un poco. Es que siempre habíamos pasado juntos la noche del último viernes de octubre, pensé, mientras vos hablabas y yo paladeaba una pastilla de menta.


Fue en el dos mil cinco, antes de las fiestas de fin de año, cuando decidimos terminar. No era la primera vez que lo decidíamos, no. Digamos que últimamente era casi un hábito, entre nosotros, conversar sobre cuál sería el mejor momento para dejar de vernos. Vos te sentías un poco culpable, a esa altura. Yo, no tanto. Después de hacer el amor me volviste a explicar que ésa era la oportunidad ideal para ponerle un cierre amigable –y definitivo- a nuestra relación. Cerré los ojos y te escuché, atentamente. Me hacía cosquillas tu barba de unos días y eso me impedía concentrarme en tus palabras. De todos modos lo intenté y creo que incluso te di la razón. Tus argumentos eran irrebatibles. 
      Hablaste largo rato aquella noche, hasta que yo me quedé dormida.


Después de las vacaciones fui yo quien decidió terminar. Estábamos en un hotel de Quaraí, cerca de la frontera. Esto no puede continuar, afirmé, con una convicción algo deslucida por la recorrida de tu mano derecha a lo largo de mi espalda. Yo estaba boca abajo, con la cabeza hundida en la almohada y me costaba hablar. O sea, me costaba vocalizar. Lo que tenía para decir lo sabía de memoria, lo había practicado durante varias tardes con mi analista cuando tú estabas de gira por Río Grande do Sul. A veces pienso en las horas de terapia que me costó aquella ruptura.
Y así fue que nos despedimos, amigablemente, tomando un café. Pero no en Quaraí, no. Eso fue después, en otro lugar.



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