martes, 25 de septiembre de 2012

Por ejemplo, en Goa




            Estamos en Goa. En la playa de Arambole, para ser más precisa. Alquilamos una casa vieja pero en buen estado, a unas cuadras de la costa. Klaus fuma en silencio, acostado en una hamaca que cuelga entre dos árboles. Yo escribo, sentada en una mecedora. Escribo, tacho, vuelvo a escribir.
            Es una casa vieja, con las paredes descascaradas y manchas de moho en el cielorraso. El agua corriente funciona –al menos, funciona la mayor parte del tiempo- y la energía eléctrica también. El dormitorio es amplio y fresco, no muy luminoso. La cama es ancha, las ventanas angostas y el techo irregular.
            Klaus me ha dicho que en esta región hay cobras. No muchas, pero hay.

                                                                       *

            Esta noche no hacemos el amor, estamos cansados. Klaus se acuesta junto a mí, apaga la luz y enciende un cigarrillo. Cuando termina de fumar deja la colilla en el cenicero, apoya su mano izquierda sobre mi cadera y se duerme. Su respiración es ronca e incierta. De a ratos, tose. Mucha nicotina y marihuana y otros productos se han ido acumulando durante décadas en sus pulmones. Y en su hígado, en sus riñones, en su vesícula.

                                                                       *

            Escribo, tacho, vuelvo a escribir. Klaus juega con un perro que acaba de encontrar.

                                                                       *

            En Goa, en el balneario de Arambole. Han alquilado una casa algo precaria, cerca de la playa. Klaus cocina un arroz con hongos mientras ella, recostada en una mecedora, duerme. O tal vez piensa, con los ojos cerrados. Le han dicho que en la región hay cobras, lo que no deja de inquietarla.

                                                                       *

            Releo, imprimo, guardo las hojas en una carpeta, dejo la carpeta en un cajón del escritorio y vuelvo a la pantalla. Observo que me estoy quedando sin tinta.
            Escribo, una vez más, estamos en Goa. (¿Por qué no escribir, una vez más, estamos en Goa?) En la playa de Arambole, para ser más precisa. Hemos alquilado una casa algo precaria, cerca de un arroyo que


***


sábado, 15 de septiembre de 2012

Los mellizos


Los mellizos

Poco antes de cumplir los cincuenta, García se resignó a dejar los sentimientos y las emociones a un lado para conformarse con un buen pasar, un bonito apartamento con vista al parque y una muy personal colección de libros. Cuando un hombre interesante aparecía en su horizonte, García cerraba los ojos. Alguna que otra noche de insomnio aún añoraba las épocas en que había estado enamorada, o encaprichada, o confundida, o entusiasmada, o resentida, o desesperada, pero esto sólo sucedía cada tanto, en contadas ocasiones, y era superado durante la mañana siguiente tomando mate con hierbas medicinales –malva, boldo o carqueja- y mirando el History Channel.
Huía de los hombres maduros pero aún se permitía apreciar, a distancia, el atractivo de los hombres jóvenes, a quienes creía inocuos. Tal vez por eso fueron los mellizos quienes le dieron una sorpresa. Meses después de que todo comenzara, García seguía sin comprender cómo era que todo había llegado realmente a comenzar.
Martín tenía un diente partido y el ánimo un poco menos sombrío que Diego. Ambos vivían con su abuela materna mientras que sus padres, juntos o separados, eso no estaba muy claro, vivían en algún lugar del interior o del exterior, eso tampoco estaba claro. Habían dejado de estudiar al terminar secundaria y eran bastante renuentes a la idea de buscar trabajo. Escuchaban música, leían, fumaban y tomaban cerveza. Eran altos, esbeltos y ágiles. Los conoció a mediados de junio, cuando fueron a su casa a despedir a Luigi. Aunque García interpretó como mera amabilidad el interés que demostraron en su biblioteca, ofreció prestarles algunos libros. Pensó que no los aceptarían o que de hacerlo no los leerían y que en todo caso nunca iban a devolvérselos, pero se equivocó en todas y cada una de sus predicciones. Ellos aceptaron los libros, los leyeron y los devolvieron. Una semana después del primer encuentro reaparecieron en su apartamento, se instalaron en el sofá, preguntaron cortésmente por Luigi, hicieron comentarios muy personales sobre música, literatura y cine y se comportaron en general como dos jóvenes bien educados. También la invitaron a un recital que ofrecía a pocas cuadras de allí un grupo noruego, invitación que García declinó. Esta vez se llevaron un libro escrito por ella y le prometieron alcanzarle letras de canciones que estaban traduciendo. Les interesaba su opinión, dijeron.
Como no llegó a considerarlos un peligro hasta que fue demasiado tarde, García olvidó cerrar los ojos. Sucesivamente fue olvidando otras cosas, como el hábito de madrugar, su medicación, las sesiones quincenales de reiki y los suplementos de calcio.


Aloe, lachesis, lycopodium. Tres centímetros cúbicos en medio vaso de agua, en ayunas. Los mellizos duermen, es difícil que se levanten antes del anochecer. García está haciendo la lista de las compras. Yerba, café, papel higiénico. Juana va a llegar a las nueve a hacer la limpieza y García siente la tentación de enviarle un mensaje para que se tome el día libre. No es que Juana se sorprenda fácilmente ni que tenga la costumbre de juzgar las vidas ajenas, pero encontrar a dos jóvenes iguales durmiendo en la cama de García era algo que podía llegar a trastornar su indiferencia habitual. Y aunque García suele actuar como si la opinión de los demás no le importara, eso no es del todo cierto. Papel higiénico, lechuga, tomates y latas. Estos hermanos son adictos a muchas cosas, entre ellas a las latas. Latas de cerveza, de atún, de arvejas, de coca cola.


Los mellizos eran seres de la noche mientras que García era un espíritu matutino, por eso podían coexistir con comodidad aunque el apartamento fuera pequeño. Tampoco era necesario coexistir, a decir verdad, ya que nunca pasaban mucho tiempo juntos. Lo habitual era que ellos fueran y vinieran a su antojo, a su aire, a su libre albedrío. Desde su escritorio, García los escuchaba entrar y salir, los sentía acercarse y alejarse, los oía dando vueltas por la cocina, abriendo una lata de coca-cola y un paquete de papas chips o cocinando hamburguesas con huevos fritos y salsa kétchup a cualquier hora del día o de la noche. No hablaban mucho y rara vez miraban televisión. Eran aficionados a Internet, eso sí, y García era consciente de que su área wi fi había sido al comienzo uno de sus principales atractivos.
            Había algo impenetrable en ellos, algo irreductible, indescifrable. No daban ni pedían nada. No parecían esperar nada de la vida ni del futuro ni de la humanidad. Aceptaban como al descuido algún que otro gesto de cariño pero tendían a rechazar, incómodos, cualquier muestra de afecto que consideraran excesiva. Nunca aceptaron dinero. A cambio de la provisión permanente que encontraban en la casa de García, cada tanto le llevaban pequeños objetos que robaban en los supermercados de la zona. Un salero, una jabonera, un desodorante. Eran capaces de apreciar un buen vino si ella se los ofrecía en el momento adecuado, pero preferían la cerveza.
El razonamiento lógico discursivo les era ajeno. Operaban más bien por intuiciones, tan certeras que cortaban el aliento. Leían con atención los textos que ella escribía y parecían comprender mucho más de lo esperable, pero no les gustaba formular comentarios estructurados. A lo sumo una broma tangencial o un juego de palabras. Si ella intentaba abordar temas profundos o elevados, que para el caso es lo mismo, se reían. No a las carcajadas, no, sólo una risita discreta, sesgada, que alguien que no los conociera podría incluso calificar de cariñosa. Eludían cualquier intento que ella hiciera de idealizarlos y pasaban la mayor parte del tiempo mutando, sea lo que fuere que esta palabra significara para ellos. No les interesaba integrar las estadísticas ni formar parte de los promedios.
García sabía que un día se irían tal como habían llegado, sin explicaciones, sin promesas, sin piedad. Nada de te queremos mucho, sos una gran tipa, te merecés lo mejor, contá con nosotros ni cosas por el estilo.


Eran casi idénticos, casi. García se recostó sobre las almohadas y los observó mientras ellos se quitaban la ropa y se dedicaban a exhibir sus nuevos tatuajes. Un delfín que emergía del brazo izquierdo de Diego y se hundía en el hombro derecho de Martín. Tenían otros más antiguos. Un dragón, un ancla, una serpiente. También tenían quemaduras de cigarrillos, marcas de jeringas y cortes en los antebrazos.

                                              
Hay cosas aún peores que nacer en Montevideo, les explicaba García a los mellizos una noche de diciembre. Martín estaba desparramado sobre la alfombra, fumando, con la cabeza apoyada en un libro. Diego estaba acostado en el sillón, con la mirada fija en un punto perdido. Parecían escuchar, pero García sospechaba que estaban más atentos a las modulaciones de su voz que al significado de sus palabras. De todos modos siguió hablando, consciente de que la pasividad que embargaba a los jóvenes podía disiparse en cualquier momento. Su capacidad para prestar atención a un mismo tema era limitada, por lo que García sintetizaba al máximo sus comentarios. Si comenzaba a articular un discurso largo ellos se levantaban y se iban, dejándola con la palabra en la boca. O eructaban, o escupían.
Nunca argumentaban, ni discutían, ni censuraban. Tampoco exigían coherencia ni compromisos.


Abre la heladera y observa. Medio limón, un envase de yogur abierto, una botella de agua mineral sin gas. Los mellizos están en alguna playa del este, aprovechando la temporada turística para buscar un empleo ocasional. Hace casi un mes que no aparecen por su casa. Ya no hay latas de cerveza desparramadas por el living, ni cocacolas en la heladera, ni colillas por todas partes, ni olor a transpiración en sus toallas, ni calcetines sucios entre las sábanas. García mira con nostalgia los ceniceros vacíos y las habitaciones ordenadas. Ha aprovechado esas semanas para purificar su organismo comiendo sólo verduras y frutas. También ha bajado algún que otro quilo, sobre todo en la zona de las caderas. Ahora puede usar vaqueros talle cuarenta y seis sin que se le corte la respiración.


Marzo en Montevideo. Hay que pedir hora con el oculista, llamar al service del lavarropas y pagar la cuenta del cable. Hace ya dos meses que García no ve a los mellizos. Sólo recibió un mensaje de texto donde dicen que no tienen planes de volver, ni de no volver. No tienen planes, en realidad. Asamblea de copropietarios, liquidación del impuesto a la renta, reunión con el contador, anticipo del balance…
No podía retenerlos y tampoco podía olvidarlos. Enojarse con ellos habría sido patético. Ellos no mentían ni engañaban ni prometían ni ofrecían nada, sólo existían. De modo que García hacía solitarios o tiraba el tarot de Marsella mientras esperaba un mensaje, o una llamada, o un mail. O sencillamente, que tocaran el timbre.


Ya hace tres meses que los mellizos se fueron, Luigi aún no ha vuelto y García adelgazó cuatro quilos. Ahora está en pleno proceso de limpieza de sus armarios. Varias cajas con fotografías familiares, cuadernos llenos de anotaciones y carpetas con méritos curriculares terminan en el contenedor de basura que ocupa un metro y medio de largo por noventa centímetros de ancho en la esquina de Bulevar Artigas y Dieciocho de Julio. Al mismo contenedor van a parar un rompevientos gris, no muy grueso, un chal violeta que le trajo Elena de Buenos Aires el invierno anterior, un par de sandalias, una de ellas con el taco quebrado, un almohadón de plumas, un portarretratos vacío, unas gafas que ya no usa, varias agendas del siglo veinte, dos pilas agotadas, un mapa de San Gregorio de Polanco, un termómetro averiado, un frasco de perfume sin perfume y una caravana de jade.


Una noche reaparecieron como si tal cosa, acompañados de una joven de origen japonés a la que llamaban Miko. Miko era bajita y grácil, exhibía con soltura un cabello negro que le llegaba hasta la cintura y trataba a García como si fuera una pieza más del mobiliario. Los mellizos, en cambio, estaban locuaces. Para la sensibilidad de García, exacerbada por meses de soledad, tal vez un poquito demasiado locuaces. Contaron que con el dinero ganado trabajando en un hostal se habían comprado una guitarra. También habían compuesto letras para canciones y querían la opinión de García. Estas palabras, en su código, podían significar varias cosas diferentes y también podían no significar nada en absoluto. García sirvió cerveza para todos, incluyendo a Miko, y comenzó a leer y a comentar las canciones. Habló durante largo rato aquella noche, mientras ellos fumaban y bebían.
           

No sabe si es tristeza o carencia de potasio, pero se siente muy cansada. Está acostada boca arriba, con la mirada fija en el cielorraso, pensando en la larga lista de actividades, todas debidamente anotadas en su agenda, que debe llevar a cabo esa tarde. Pasar por la empresa a hacer un arqueo de caja y llevar el auto a la estación de servicio para un cambio de aceite son las principales. Están a mediados de agosto y contra todos los pronósticos, Luigi aún no ha vuelto. No se le ha terminado el dinero ni se ha enfermado ni se ha aburrido. Parece a gusto con sus amigos noruegos y habla de irse a vivir a una cabaña en algún bosque escandinavo, acompañado sólo por su guitarra. García le escribe y le comenta que se cruza cada tanto con aquellos amigos suyos, los gemelos, a lo que su hijo contesta mellizos, mamá, mellizos.


Un té con limón y seis cucharaditas de azúcar. Pantuflas, una pinza en el pelo, crema humectante en las mejillas y un camisón abrigado. García, cuyo verdadero nombre no es García, busca un epílogo para esta historia. Las opciones son varias:
1)      Luigi regresa y la situación se torna algo incómoda.
2)      El que regresa no es Luigi sino alguien a quien García prefiere no mencionar. La situación también se torna incómoda.
3)      García se muere.
4)      García no se muere. Todo sigue como está.

(Publicado en Relaciones, enero 2012)









sábado, 8 de septiembre de 2012

Ilusiones

Ilusiones


Maite cree sinceramente en su propia existencia. Y no sólo en la suya sino también en la de su familia, en la de sus amigos y en la de su gata. También tiene el hábito de atribuirse, cada mañana, una identidad propia, única y estable, que arrastra consigo durante todo el día. 
    Algunas personas de su entorno son más ingenuas aún. Por ejemplo, Natalia está convencida de que el reloj de oro que su esposo le regaló para celebrar veinte años de matrimonio es un reloj de oro que su esposo le regaló para celebrar veinte años de matrimonio. Parece innecesario agregar que Natalia también cree en su matrimonio e incluso en su esposo. Siguiendo con este catálogo de singularidades, anotemos que Martín tiene fe en su profesión y Jota en su ideología. Clara afirma que olvidar es posible, Aldo insiste en que la felicidad es un camino por el que todos podemos transitar, Equis se toma en serio su propia importancia y Miguel está enamorado. Emilia disfruta de su empleo en una oficina de exportaciones e importaciones, Luis no ha perdido aún el respeto por la humanidad y Julio opina que un buen asado a las brasas explica ciertas cosas. 
    Muchos sostienen que el país en el que viven es efectivamente un país, algunos evidencian un curioso optimismo con respecto al futuro y todos ellos están convencidos no sólo de existir sino también de estar vivos. Aun los que se jactan de practicar un elegante escepticismo, como Raúl, sólo en raras ocasiones dudan de su propia factibilidad.

sábado, 1 de septiembre de 2012

En la frontera

Un lecho anónimo, una habitación desconocida. La mujer fija los ojos en la línea de luz de la ventana, tratando de recuperar la noción del espacio. Las coordenadas espaciales, el arriba y el abajo. Cuando cree que ya puede distinguirlos con cierta precisión, hace un esfuerzo y gira sobre sí misma. Comienza a sentir en sus vértebras los doscientos kilómetros que manejó la noche anterior. Dos horas por la ruta desierta hasta llegar al casco abandonado de La Aparecida, donde Oliveira la estaba esperando.
Ésta es la segunda vez que se encuentran ese año. La última. No, no la última. Una noche más, piensa, una más. Entre sueños, Oliveira murmura algo incomprensible y deja caer su cabeza hacia un costado. En su aliento persiste un dejo a la caña brasilera que compartieron al llegar. La penumbra oscurece más aún su piel, curtida por el sol del invierno y la escarcha de las madrugadas. La superficie rugosa de una cicatriz desciende por el cuello, se ramifica y se pierde.
Sigue aclarando. La mujer sabe que pronto deberá marcharse. Acostada aún, se demora unos minutos más pensando en cómo levantarse, encender el celular y vestirse. O vestirse y después, encender el celular. Antes, tiene que encontrar su ropa, sus encajes negros dispersos en la media luz de la habitación. Sus prendas íntimas sobre las frías baldosas desparejas, que se resiste a pisar descalza. En esa estancia vacía, casi una tapera, vuelven sus miedos infantiles. A las tarántulas, a las víboras de la cruz. Vuelven también los primeros recuerdos que guarda de Oliveira.
Eran muy jóvenes cuando se conocieron. Ella y sus primos estaban de vacaciones en el campo. Oliveira, solitario y esquivo, los rondaba en silencio. Una tarde, a la hora de la siesta, él se acercó a la casa principal a ofrecerle unos higos de tuna que había recogido en el monte. A ella no le gustó mucho el sabor de esos frutos tan raros, pero no se lo dijo. A la mañana siguiente se acercó al galpón para verlo carnear un cordero. Y cuando la sangre salpicó sus zapatillas bordadas, no retrocedió.
Se incorpora y siente un dolor infinito. Una tristeza ciega y honda, muy honda. No es una sensación nueva, ya conoce los mecanismos para controlarla. Sólo debe aferrarse a hechos concretos y puntuales. Las sandalias, por ejemplo. La cartera, las llaves del auto. Desde la puerta vuelve a mirar al hombre dormido, sin decidirse a despertarlo. No sabe qué decirle, con qué palabras.
Doscientos kilómetros de regreso por la ruta siete, un peaje, treinta minutos desde el puente hasta su departamento. Unos segundos para subir en el ascensor los nueve pisos que la distancian de la tierra. No sabe cuándo volverá, no quiere saber. No quiere pensar.


3058 BIS



                El resplandor de una mañana de agosto filtrándose a través de las celosías. Las sábanas revueltas, la almohada levemente corrida hacia el lado izquierdo de la cama. Un par de anteojos en la mesita de luz. Un camisón de seda color marfil caído sobre la moquette. El espejo vacío. Los olores de la noche en la pieza aún sin ventilar. El armario entreabierto, prendas que fueron íntimas olvidadas en un estante. El zumbido del ascensor y más lejos, una puerta que se cierra.
Una taza de té en la pileta de la cocina. Contra la heladera, la factura del gas. El mensaje urgente que una voz ronca está dejando en el contestador automático. Un helecho que sobrevive junto a la ventana. En la mesa de dibujo algunos bocetos sin terminar, varios lápices. Los proyectos para la próxima muestra desparramados sobre el sofá. En una copa con restos de vino blanco, innumerables partículas marcadas por un código genético singular, único. Treinta y pico, el hábito de fumar, indicios de osteoporosis. Una aleatoria combinación de moléculas orgánicas que responde a otra combinación, no menos arbitraria, de ciertos signos.
En un estante de la biblioteca, un reloj que marca el paso de las horas. Los cristales empañados por la llovizna. Los ruidos de la calle, un motor que acelera. El semáforo en rojo. Un ómnibus que no frena, la mano crispada que se aferra al vacío, un grito inútil. Sobre el pavimento, un manojo de hojas con diseños. Papeles que el viento y las pisadas de la gente comienzan, lentamente, a dispersar.





sábado, 11 de agosto de 2012

En las orillas del viento

EN LAS ORILLAS DEL VIENTO

(fragmentos)




            Fuimos, mi padre y yo, a buscarla. No la encontramos, no estaba. Sí estaba, en realidad, pero no la encontramos. No esa tarde, al menos. Tampoco al día siguiente, que era sábado. Mi padre fumaba, como siempre, un cigarrillo tras otro. Cigarrillos Nevada, con filtro, que le enronquecían la voz. Entre toses y bocanadas de humo, mientras avanzábamos por la ruta siete, él contaba una historia. Tenía muchas historias para contar, mi padre. Su infancia en los márgenes del río Paraná, entre el lodo y los mosquitos; sus orígenes erráticos, diversos, que variaban levemente a través de los años. Me gustaba escucharlo. Yo conducía su camioneta blanca mientras él hablaba y fumaba.
 ...

            La primera vez que me fui de casa, llevé conmigo una lámpara portátil que mi padre me regaló cuando cumplí veinte años. Era una lámpara baja, de escritorio, de un color azul intenso. Yo la usaba para leer por las noches, mientras preparaba mi tesis. Un compañero de la Facultad, que en ese entonces vivía conmigo, opinaba que para ser una lámpara tan pequeña ocupaba demasiado lugar.
Di un portazo, cuando me fui. En aquella época, tendría unos veinte años, un poco más, era aficionada, propensa, proclive, a los portazos. Así terminaban todas mis conversaciones, todos mis planteos. Una tarde de mayo volví, toqué el timbre, nos reconciliamos. Nunca nos detuvimos a hablar de las cosas que habían pasado, de lo que nos habíamos dicho. No sabíamos hablar, entre nosotros.
Me fui dando un portazo, la primera vez que me fui. Estuvimos distanciados, un tiempo. Un día, una tarde para ser más precisa, volví. Tuve que tocar el timbre durante largo rato, había perdido mis llaves durante la mudanza. Nos reconciliamos, por cierto, pero a veces, sólo a veces, me pregunto si olvidamos. Si se puede olvidar.
     No estoy muy segura de que se pueda, realmente, olvidar. Se puede fingir, sí. Disimular, hacerse la distraída, pasearse con ligereza por algunos recuerdos, esquivar otros. Acercarse a una ventana y mirar hacia afuera. Ver a mi padre que regresa de trabajar, estaciona en la vereda de enfrente y después, con paso lento, cruza la calle. Una y otra vez, vuelve a cruzarla. Algunos días llueve, otros no. Hace frío, hay sol o está nublado, y él cruza esa calle. 
...

Tenía una camioneta blanca. Le gustaban las camionetas, siempre y cuando fueran blancas. Pagan menos impuestos, decía. La estacionaba frente a casa, a la sombra de un paraíso. Cada otoño, los vecinos proponían talar los árboles de la cuadra. Las hojas secas ensucian, argumentaban, tapan las cañerías, obstruyen los desagües. Mi padre defendía su paraíso. Las cañerías, para ser sincera, no le importaban mucho. Los vecinos, tampoco. 
...

Crecimos, mis hermanas y yo, escuchando historias de la selva guaraní. Todavía nos reunimos, en Navidad o en Pascuas, depende de las circunstancias concretas de cada año, y recordamos. Descorchamos un Tanat, o un Cabernet Sauvignon, y recordamos. Recordamos las inconsistencias, exploramos las variantes, nos detenemos, obsesivamente, en las contradicciones. Una de nosotras discrepa con algún detalle que las otras dan por sentado. No se trataba de una culebra, insiste Elena, sino de una víbora de la cruz. En aquella historia, la de la niña. Servimos otra ronda de vino y todo vuelve a comenzar. La niña, el río, la culebra. En el recuerdo de Alicia hay también un pájaro.
 ...

No tengo dos hermanas, sino una. Una mayor y una menor. Ambas se parecen, o no, indistintamente. Yo estoy en el medio, a mitad de camino. Alicia, tal vez Elena, no importa demasiado, se acerca. Viene, se va, vuelve, se detiene, duda. Permanece indecisa, a pocos pasos del umbral. Cuando se marcha, yo la miro alejarse hasta que su silueta se pierde en la madrugada.
 ...

La tarde en que fuimos a buscarla y por fin la encontramos, la tía Felicia nos recibió en aquella extraña vivienda, poco más que una choza para una perspectiva montevideana, donde moraba, en absoluta soledad, desde hacía décadas. Queríamos preguntarle algo. Era yo quien quería preguntar, en realidad. Mi padre sólo me acompañaba. La tía Felicia tenía la voz ronca, decían que era por el alcohol. Conversamos un rato, más de una hora, bajo el alero de paja. Mi padre me observaba, intrigado. En el camino de regreso a casa fumó más que de costumbre, pero habló muy poco. Algún comentario trivial, sobre el estado de la ruta.
Ya no recuerdo cuál era mi pregunta aquella tarde. Sé que era importante, en ese momento, pero con el tiempo la fui olvidando. A veces es mi hermana quien conduce mientras yo me quedo en casa, estudiando para un examen. La camioneta, blanca, avanza por la ruta siete esquivando los pozos y adelantando a los camiones que llevan ganado a los frigoríficos. Es una ruta con curvas peligrosas. Las curvas de la muerte, les dice la gente que pasa por allí con frecuencia. Mi padre fuma y cuenta, esa vez, la historia de la niña y el caracol. Siempre en las orillas del río Paraná.
 ...

Acaso se pueda, por qué no, olvidar. Despertar por la mañana y sentir los pasos en la cocina, el olor de las guayabas maduras entrando por la ventana de mi cuarto. Mi cuarto de paredes blancas, con la biblioteca del tío Isidoro y una lámpara azul en la mesita de noche.
O sentarse en un boliche, encender un cigarrillo y pedir un café. Abrir el tomo II de los Comentarios y detenerse, para siempre, en la página cincuenta y tres de la edición de Clásicos, en aquel párrafo largo y complejo que requiere una lectura atenta, sin interrupciones.
 ...

En las fracturas del tiempo, no en su devenir. En el tropiezo, la grieta, ahí estábamos. Ahí estoy yo, todavía.

 ...
Mi padre me observa, desde su sillón. Se vuelve y le comenta algo a mi madre. Mi madre asiente, distraída. Yo estoy leyendo, tirada en la alfombra. Leo novelas románticas, de la Colección Primor, que mis tías me prestan, cada sábado, para devolver el domingo.
Cuando yo nací, no se estilaba depositar expectativas importantes en una mujer. Las expectativas paternas eran patrimonio casi exclusivo de los hijos varones. Al menos, así era en lo que respecta a mi familia y sus alrededores. Le debo a mi padre la extravagante idea de haber hecho proyectos ambiciosos para mí. Tal vez me exigió demasiado pero en todo caso nunca me subestimó, piadosamente.
 ...

Miro a mi padre que mira a mi madre que mira a mi hermana que descuelga su gabardina del perchero, toma su cartera, abre la puerta y se va.
Mi hermana siempre se estaba yendo. Nosotros queríamos retenerla, guardarla en un frasquito de cristal, como un perfume francés. Cada tanto, sólo cada tanto, quitar la tapa y aspirar el aroma a fruta dulce, rara.
 ...

Yo era fucsia, Alicia turquesa. Nos combinábamos antes de salir, de ir al cineo a bailar. Habría sido imperdonable que fuéramos las dos vestidas con el mismo color. Verde, por ejemplo. Cuando Alicia quería parecerse a mí, por alguna razón, me pedía prestado un pañuelito fucsia y se lo ataba alrededor del cuello.
 ...

      Las caravanas eran de Noel y la chalina de Gabriela. Las sandalias, de tacos tan altos que hacían peligrar mi estabilidad, las había estrenado Elena el día anterior. El resto era mío, supongo. Así fui a bailar una noche de verano de mil novecientos setenta y nueve, en La Paloma. Fui con un amigo, un compañero de la Facultad. Él no se imaginaba que estaba saliendo con tantas mujeres a la vez. Nos volvimos a ver en varias ocasiones, ese mismo verano. Después, dejamos. Queríamos conocer a otras personas, tener otras experiencias. Éramos muy jóvenes para comprometernos, razonamos amigablemente, tomando un café en una confitería de moda. En aquel entonces yo me enamoraba bastante a menudo, a veces con pasión, a veces con criterio. Todas mis relaciones terminaban así, amigablemente, tomando un café en alguna parte. Quizá no todas, debería admitir, pero casi.
 ...

            Me gustaba usar la ropa de mis hermanas. Una pulsera, un pañuelo, un par de zapatos. Estas transferencias no siempre funcionaban bien. El mismo vestido sobre mi cuerpo nunca era el mismo. En ese leve desajuste estaba yo. Mi imagen precariamente superpuesta a la de ellas, sin que los bordes coincidieran. Un buen día, mis hermanas se cansaron de prestarme sus cosas. Ahora te toca elegir a vos, dijeron.
Y así me quedé, sola frente al espejo.
 ...

Una escalera caracol que se enrosca sobre sí misma, interminable, sin punto de partida ni de llegada. Un puñado de anécdotas discontinuas, inconexas, deshilvanadas, sin principio ni fin, que no conducen a ninguna parte y que a nadie le interesa comprender ni interpretar. Toda mi vida ha sido la introducción a mi vida. La promesa, el prólogo. Estoy, siempre, en el vestíbulo. Cuando intento avanzar me pierdo en un laberinto de deseos ajenos. Las expectativas de mi padre, las ilusiones de mi madre.
       Es que los otros existen. Y a veces, duelen. No pueden evitarlo, así es su naturaleza.            
...



viernes, 3 de agosto de 2012

La cruz del sur (fragmento)

LA CRUZ DEL SUR

(fragmento) 



          La abuela Paca aún no es abuela. Sus cuatro hijos son pequeños y su esposo está ausente. Reclinada en su mecedora, pasa la noche en vela fumando tabaco brasileño, un cigarro tras otro. El oído alerta, la respiración sigilosa, un fusil al alcance de la mano. En la estancia sólo quedan el viejo Chispa, inutilizado por la edad y el alcohol, y doña Tecla. Los hombres se han ido a la guerra y no hay noticias de ellos. La abuela Paca, joven aún, fuma sus desparejos cigarros en la oscuridad mientras piensa en su esposo. No sabe que él está herido. Hace unas horas, un sable anónimo atravesó el poncho con el que Fabián Martínez, hombre de paz y de trabajo, se protege del frío de las madrugadas. El tajo no es profundo y él es fuerte. Volverá.
         Desde otro siglo y en otro continente, alguien quiere escribir su historia. Pero le faltan detalles y teme confundir los nombres -¿Fabián? ¿José?-. En busca de información, ese alguien se conecta con una prima lejana que vive en Berkeley y que tal vez sepa algo más. No, Carolina lo siente mucho, pero sus intereses han estado siempre muy ajenos a las tradiciones familiares. Sin embargo, agrega, tiene una hermana en Montevideo que podría hablar con alguna de las tías. Cree recordar que la tía Babel, viejísima, conserva una excelente memoria de los relatos que escuchó siendo niña.

                                             ...

                                         

viernes, 20 de julio de 2012

Etcétera

ETCÉTERA





Lunes 23
08:30 - Desayuno de trabajo, Hotel Premium.
10:00  - Entrevista con gerente de marketing. Financiación proyecto Q.
11:00  - Visita a planta.
13:00  - Almuerzo en Los Yuyos. Daniel.
15:30  - Consulta con M. Control. Levantar resultados último análisis.
17:00  - Pasar por lo de Carmen. Llamar antes.
descongestionando una de las zonas de mayor circulación del café con leche con tostadas mientras la voz de Cotelo en la radio, la gata que se despereza no obstante una infraestructura que incluye las incidencias paraestatales. Lesa humanidad. La justicia internacional tras los crímenes de las dictaduras militares del Cono Sur. Aprobado ayer el borrador de reforma del Estado. El pelo estropeado por la humedad, leve descenso de temperatura con cielo cubierto y nuboso, lluvias y tormentas aisladas. Tensión. Decretaron esencialidad, se anuncia resistencia. La gabardina a las siete y cuarto pero la ruptura, la transparencia y los imponderables. Agro lidera récord de exportación con carne, lácteos y granos. Desechos forestales y la llave que se quiebra en la cerradura, menos el alza en los precios de las exportaciones. Drama en calles y rutas del país. Dos muertos y catorce heridos. Diez minutos más tarde de lo habitual enciende el motor del auto, elude las reacciones antagónicas del portón que no se abre, el control remoto que nunca funciona cuando debe y el índice bursátil del botón izquierdo no el azul. Gasto social será la prioridad del gobierno en los últimos años de mandato. Las bolsas que se desploman ante las turbulencias del viento en la esquina de Agraciada y Gil, haciendo sonar la bocina una y otra vez, acelerando la caída de los precios internacionales y el taco del zapato que se engancha en el embriague. Los recursos para financiar ese gasto se obtendrán a través de la mayor recaudación, gracias al descenso de la evasión fiscal y de la administración profesional de la deuda pública. Baja la ventanilla para insultar al taxi que la pasa raudamente sin respetar la luz de los aranceles que no se suspenden por nada. Acuario: días especialmente equilibrados, de buena energía interior, bienestar asociado a su sicología y espiritualidad. Conduce en punto muerto hasta el cruce con el bulevar, tarareando la cotización del dólar, con el rimel por el espejo retrovisor y un lente de contacto que se desplaza hacia donde no, el porcentaje de humedad en el aire de otra mañana, la factura conformada no te olvides el semáforo, la llovizna en el parabrisas, el celular que vibra y dónde quedó la agenda


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Señales de alerta en el mercado inmobiliario. Café descafeinado, agua mineral sin gas. Estancamiento en los precios de las propiedades en zonas Premium. Controlar la cuenta del Grupo III, revisar los índices de morosidad, analizar precios en euros. ...múltiples imágenes nodulares de sustitución parenquimatosa, difusamente distribuidas en ambos campos pulmonares, predominando en vértices y bases, con aspecto de lesiones metastásicas...  Chequear organización de las jornadas de incentivo. Preparar informe sobre nuevo portafolio de inversiones. Posponer sesión de acupuntura.


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Es por culpa del amianto. El amianto es cancerígeno ¿no sabían? Las carnes rojas también. Otro café, por favor. A mí no me dijo nada, pero Inés, que es íntima amiga de su hermana –Cecilia, ¿la conocés?- pudo ver los análisis. Para mí, agua mineral sin gas. Y entonces consulté a mi primo -¿te acordás de Jorge?- que es médico –si, aquel que estaba encaprichado con Lala- y él confirmó lo que yo suponía –no, Lala parece que al final, al final, se arrepintió- que esto no tiene arreglo. Que no se haga ilusiones, me dijo. ¿Agua del Lourdes? De la Virgen del Lourdes. La de Francia, obvio. Yo no sé qué decirle. Pobre, qué mala suerte. Bueno, eso le pasa por fumar. Y eso que ella nunca fumó. Tenés que irte a China, le dije, porque en China hacen una especie de cirugía con rayos X –o rayos láser, o algo así- que te cura. Te cura, en serio. Yo lo leí en Internet. Para mí, sin azúcar. Se dejó estar, por eso es que ahora no pueden operarla. Y no quiere hablar conmigo, que soy la única persona que la comprende. Si ella hubiera ido al médico cuando yo le dije, pero siempre fue muy caprichosa. ¿Lesbiana? Que yo sepa no. Al contrario, me parece. Mirá, a una vecina mía le dieron seis meses de vida, hace como cuatro años, y ahí está. Lo más bien. La madre Inmaculada, sí. Sana a los enfermos con las manos. Y no te cobra, creo. El régimen de la luna, ¿nunca lo probaste? Cuatro quilos en una semana. Debe haber sido el disgusto, y no precisamente por la crisis del dólar. Fue por aquel fulano, un biólogo que al final se fue a vivir a Berkeley. A mí me lo contó Marisa. Los médicos de acá no saben nada, le dije yo, vos tenés que irte a Houston. ¿Me trae la cuenta, por favor? Lo que pasa es que ella se niega a asumir su enfermedad. Me lo explicó una amiga mía, que es sicóloga. ¿Nos vemos en lo de Lala, entonces?


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Utilidad de nuevo fármaco en el tratamiento del tipo de cáncer de mama más agresivo. Se trata de un anticuerpo monoclonal que duplica la supervivencia de las pacientes de 2, 4 m a 4, 8 meses. Algunos expertos critican sus efectos adversos y su elevado precio. Analistas de Wall Street, en cambio, confían en que la economía uruguaya siga evolucionando satisfactoriamente, optimismo basado en que los precios de las materias primas se mantengan, la mediana de supervivencia fue de 384 y 373 días, respectivamente, habiendo mejorado la resistencia del país a eventuales shocks externos desfavorables -con un índice de sobrevida relativa a cinco años del 16%- previendo una leve desaceleración del crecimiento y riesgos acotados en el frente externo, mediana de supervivencia global: 28, 5 meses vs. 23, 9 meses en los precios de los commodities. Recientemente aprobado por la Unión Europea, ha demostrado un aumento en la supervivencia de pacientes con metástasis, permitiendo prolongar hasta un tercio la duración de la vida hacia una expansión económica potencial, el compromiso del gobierno en materia de disciplina fiscal se mantiene intacto obteniéndose una tasa de respuesta tumoral global del 15 % y una mediana de supervivencia de 13 meses, si bien se mantiene el sesgo contractivo de la política monetaria...


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Las reacciones adversas relacionadas con el tratamiento de capecitabina que se notificaron con mayor frecuencia fueron trastornos gastrointestinales como diarrea, náuseas, estomatitis, vómitos, dolores abdominales y dispepsia. Dosis 130 mg. en 250 cc SG5% o SF i/v a pasar en una hora. También se registraron casos de alopecia, dermatitis, eritema y erupciones cutáneas, primer ciclo 450 mg. diluido i/v a pasar en 60 min. cada 3 semanas, además de perturbaciones generales como fatiga, letargo, astenia, dexametasona 20 mg i/v  pirexia, mareos, anorexia y conjuntivitis.


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200 grs. de queso magro
            duraznos en almíbar, una lata
            zapallo
            pilas AAA
            pan marsellés
            un paquete de arroz macrobiótico
            enchufe para el horno eléctrico
            soya no transgénica
            1 kg. de papas
            devolver envases, el jamón bien fino, por favor. La tasa de remisión objetiva en toda la población aleatorizada (valorada por los investigadores), fue del  41,6%... de harina integral, sí... la mediana hasta la progresión fue de 93 y 98 días... esto envuelto para regalo, si puede ser... el promedio de supervivencia fue de 384 y 373 días, respectivamente
 gelatina de manzana


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…con una tasa de mortalidad anual cercana a las 400.000 personas…


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            ... invita a Ud. a la recepción a realizarse el 16 del corriente a las 21 hs. en el hotel Sheraton... aftas, llagas en la boca, sangre en las encías... a la inauguración de nuestra nueva sede empresarial en el edificio Platinum el martes a las 19... diarrea, náuseas... a la ronda de negocios a realizarse en Ciudad de Panamá... fatiga, letargo, parestesias... con la participación de empresarios de Aruba, Puerto Trinidad y Tobago, República Dominicana. anorexia, deshidratación, vómitos... armado de agendas a cargo de los organizadores, según perfil empresarial previamente analizado... alopecia, erupciones cutáneas, eritema... al desayuno de trabajo con los representantes del grupo inversionista chino...  cefaleas, parestesias... los esperamos para brindar juntos por el inicio de esta nueva etapa... mareos, astenia, fatiga...


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Etcétera


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viernes, 13 de julio de 2012

Sin domicilio fijo

47 años, divorciada, no se encontraron joyas ni objetos de valor, la policía forzó el ingreso alertada por los vecinos, por ahora no se descarta el móvil del robo y la occisa, que vivía sola en su finca de la calle Abayubá ¿a las ocho entonces? así lo confirma la autopsia practicada por el médico forense y las molduras de yeso del cielorraso, el cono de sombra que se perfila desde un umbral antiguo, autos caratulados en avanzado estado de descomposición, sin domicilio fijo, sexagenaria arrollada por un camión en la intersección de Agraciada y Tapes, citrato de tamoxifeno en envases de diez comprimidos, pero inquietos por el fuerte olor a gas, los vecinos mientras se abraza de las sábanas. A veces con dulzura, a veces con furia, el cuerpo mutilado cuya identidad aún se desconoce, sin domicilio fijo, trasladada al nosocomio de dicha localidad dejó de existir en las primeras horas de la tarde, reclusa fugada la noche anterior del establecimiento carcelario por mi culpa, por mi grandísima culpa, de varias puñaladas, aunque no se conocen con exactitud las causas del accidente en el que perdiera la vida, indocumentada, sin domicilio fijo, en avanzado estado de descomposición, el azul ceniza de una mirada que aún te interroga, denunciada por su concubino, la mujer de iniciales E.M. fue procesada hoy por el juez penal de séptimo turno, en avanzado estado de descomposición, sin domicilio fijo

jueves, 5 de julio de 2012

Metástasis

METÁSTASIS






...carcinoma ductal infiltrante de la variedad NOS... émbolos carcinomatosos en espacios hemolinfáticos... componente intraductal de alto grado... recuerda que hace tiempo, una tarde, faltó a una clase de inglés para encontrarse a escondidas con su novio... resección cuneiforme... vaciamiento... metástasis... de la mano de su padre por las anchas veredas del bulevar. Aprieta contra su pecho a la muñeca rubia que le dejaron esa mañana los Reyes Magos... metástasis... macrometástasis submasiva... la imagen de su rostro en el espejo de borde azulejado. La palidez calcárea de su piel, el corte etrusco de su perfil. Cierta tendencia –leve- a recordar cosas que nunca sucedieron... infiltrante y ulcerado... células carcinomatosas aisladas... las botas de un soldado junto a un cuerpo caído, la cara contra el pavimento... indicadores tumorales... antígenos carcinoembrionarios... un amanecer en la playa desierta... náuseas, vómitos, náuseas... las palpitaciones de tu garganta, el sabor de la transpiración en tu piel... núcleos tumorales... émbolos carcinomatosos en linfáticos aferentes de la cápsula ganglionar... macrometástasis...


martes, 8 de mayo de 2012

La tiendita

LA TIENDITA




            A las ocho en punto de la mañana, como todos los lunes desde hacía treinta y siete inviernos, las felices propietarias de la Tiendita Primor  corrieron la doble puerta de vidrio, pusieron el cartel de Abierto y se instalaron detrás del mostrador, a la dulce espera de los primeros clientes. Mientras Rosita colocaba en la caja registradora los escasos billetes disponibles, Coca, con devaluado optimismo, se dedicaba a ordenar escrupulosamente un pequeño fajo de cuentas atrasadas. Al principio las clasificó de mayor a menor. A continuación, tras pensarlo un poco, decidió acomodarlas de menor a mayor. Por fin suspiró, y no sin grandes dudas, optó por priorizar a las más antiguas. Rosita, haciendo gala de una mentalidad azarosa, opinó que lo mejor sería sortearlas. La tarde anterior, tras un amable debate realizado mientras comían bizcochos y esperaban que se filtrara algún cliente en la procesión habitual de cobradores y vendedores ambulantes, las dos socias habían decidido afrontar como fuera el pago de las facturas vencidas. La más apremiante era, sin lugar a discusión, la de la energía eléctrica. Rosita había sido terminante en ese punto. Podían prescindir del teléfono, de acuerdo, pero de la luz, francamente, no. La cuenta del teléfono estaba bajo control a partir del expeditivo método de no usarlo. Sólo recibían llamadas, jamás las efectuaban. Otra cuenta de incierto destino era la contribución inmobiliaria. El modesto local donde funcionaba la tiendita era propiedad de ambas. Después de alquilarlo durante muchos años, llegaron a un acuerdo con el dueño para comprarlo a plazos, en interminables y dolarizadas cuotas. Tras décadas de ahorro y de sacrificio, habían adquirido por fin esos anhelados metros cuadrados cuyo valor real era ahora inexistente y por los que debían pagar más impuestos que días tenía el mes. Desde hacía unas semanas, estaban evaluando la posibilidad de dejar ese asunto en manos de sus herederos. Tenían algunos sobrinos y a ellos les legarían el problema de solventar una deuda que a medida que pasaran los años iría creciendo en forma inexorable. En cuanto a los tributos domiciliarios, la tarifa de saneamiento y el adicional mercantil, los comunicados iban directamente a la papelera.    
        Aún estaba Coca absorta en el difícil trance de descartar las cuentas menos urgentes -¿cuáles?- cuando hizo acto de presencia Morales, policía retirado que completaba su magra jubilación cuidando los comercios y las casas de la cuadra. El autoservicio de la esquina pagaba ese servicio informal, porque le resultaba más económico que ser asaltado dos veces por semana, y los demás vecinos cooperaban con lo que podían para acogerse, también informalmente, a los mismos beneficios. Ellas aportaban muestras de cosméticos que Morales revendía los domingos en la feria del barrio, pero esa mañana, como lloviznaba y hacía frío, lo invitaron a entrar y lo convidaron con sus célebres pastelitos de espinaca.
        Apenas se había ido Morales cuando un auto nuevo estacionó casi en la puerta y de él bajó un sesentón elegante y desconocido. Buscaba un regalo, confesó con una semisonrisa cómplice. Para una amiga. Mientras lo asesoraba, Coca supo de antemano que se trataba de una venta en efectivo -no se exhibe tarjeta de crédito para la adquisición de prendas íntimas de dudosa destinataria-. Una buena noticia para Rosita, que estaba ocupada preparando el té.
Aunque no coincidieran siempre en todo, Coca y Rosita eran buenas amigas. Así se lo habían demostrado una y otra vez, a lo largo de los años. No había que olvidar que durante el invierno anterior, cuando Rosita sufrió la moderada desgracia de enviudar, Coca tuvo la delicadeza de mostrarse afectada por unos cuantos días. Era justo reconocer, también, que Rosita hacía gala de una interminable paciencia ante los impredecibles cambios de humor de Coca, hecho éste facilitado, según Coca, por la manifiesta incapacidad de Rosita de angustiarse debidamente por algo. Y si es cierto que Rosita era dulce y generosa, no faltaban en Coca insólitos gestos de amabilidad, como el de mostrarse dispuesta a escuchar con atención los bonitos poemas que su socia escribía los domingos por la tarde. En cuanto a enfrentar los vaivenes de su negocio, rara vez estaban en desacuerdo.
-Este cheque está mal redactado.
-Es por culpa del frío. La gente se queda en la casa a ver televisión y no consume.
-El ocho está enmendado, ¿ves? El banco así no lo paga.
-Y encima pronostican lluvia.
Jamás discutían.
-¿Te dije que la sobrina de Clarita se va para España?
-Australia.
-España.
-No, señora, en Carrasco no entregamos. ¿Cómo? No le oigo, hay una interferencia en la línea.
-Debe ser la otra sobrina, la de Canelones.
-Contado efectivo, señora.
-Con esa manía de no ponerte el aparato en el oído. Si ni se te ve.
-Es este teléfono que no anda bien. Debe ser por la humedad.
-Porque ésta se va para España. Y te digo más, el marido se queda acá, con los hijos.
Su relación siempre había sido armoniosa.
-¿No viste mis pastillas para el mareo?
-Yo propongo que comencemos a cerrar a las cinco. Es más seguro.
-Lila dice que a ella no le hacen efecto, pero para mí son mágicas.
-O a las seis. Decime, ¿a vos no te parece que este billete es falso?
-Ya te dije que no necesito ningún aparato. Oigo muy bien.
            Y sus tardes eran muy entretenidas.
-Si no pagáramos la cuenta del cable, nos podríamos poner al día con la de los gastos comunes.
-¿No sería mejor cancelar la cuota del convenio? Ayer llegó el último aviso.
-Siempre viene otro después del último.
-Hasta las siete, señora.
-¿Y si viene el cobrador de Epsilon?
-Lo convidamos con bizcochitos de anís...
-Cuarenta pesos los cien gramos. Contado efectivo.
-Viene a cobrar, no a tomar el té.
-No, señora, crédito no damos.
-Le podemos decir que acaba de fallecer una tía de Las Piedras y que estamos saliendo para el velorio.
-Los domingos cerramos, señora.
-¿Y si le decimos que acaban de asaltarnos?
Coca suspiró y volvió a contar los deslucidos billetes de la caja. Era la tercera vez que lo hacía en la última media hora. Del reducido margen que les dejaba la venta de pañuelitos, perfumes y ropa interior, era muy poco lo que sacaban en limpio. Por suerte no tenían muchos gastos, a decir verdad. Todo lo que fuera mantenimiento se resolvía apelando al viejo recurso del trueque. Lo que implicaba largas y complejas negociaciones. ¿Una muestra de shampú compensaba el arreglo de una cerradura? La muestra era gratis, sí, pero aquí venía el famoso costo de oportunidad, como Coca le explicaba pacientemente a don Anselmo. Ella podía venderle la dichosa muestra a su sobrina, que era peluquera, por la mitad de su precio comercial. En cambio, en el tiempo que don Anselmo dedicaba a reparar la cerradura, él no perdía ningún otro ingreso, ya que hacía casi dos años que estaba desocupado. Desde que cerrara la fábrica de jabones de La Teja, para ser más precisos. Pero la cerradura es un tema de seguridad, argumentaba el hombre. Y en eso estaban desde el miércoles anterior. Don Anselmo pasaba todas las mañanas y se quedaba, entre las nueve y las diez, tomando mate y regateando por su cerradura.
En cuanto a los gastos operativos, ellas hacían todo el trabajo menos el reparto, que estaba a cargo de un chico que vivía en el edificio lindero. Cuando tenían una venta para llevar a domicilio le tocaban timbre, el chico bajaba quejándose, ellas le regalaban un bizcocho y el pedido se entregaba. Si él no estaba, alguno de sus hermanitos se ocupaba de suplantarlo. No podían exigir demasiado ya que no se trataba de un contrato laboral en regla. En lugar de sueldo, cada tanto le daban un par de medias, un buzo deportivo, ropa interior, en fin, lo que la familia precisara. A decir verdad, Coca fruncía el ceño cada vez que llegaba el momento de desprenderse de algún activo, pero Rosita la consolaba recordándole que, como canjeaban a precio de venta, a ellas en realidad les estaba costando un cuarenta por ciento menos. Además, no se puede pensar sólo en los beneficios, agregaba Rosita.
-También hay que ayudar al prójimo, ¿no te parece?
Por ésta y otras razones, Coca y Rosita se consideraban a sí mismas dos ciudadanas ejemplares. Y pese a no ser grandes contribuyentes, estaban muy satisfechas de su módico aporte al producto bruto interno. Escuchaban con interés los informes económicos del noticiero vespertino, aunque sus postulados las desconcertaban un poco. Su saldo de caja no siempre parecía coincidir con la optimista opinión de los expertos que pregonaban, sin lugar a réplica, un crecimiento arrollador de la economía nacional. Tampoco tenían muy claro para qué trabajaban. No les era fácil aplacar la fuerte sospecha de que si pusieran el dinero de la tienda en un banco, vivirían mejor y sin preocupaciones. Problema insoluble que, al menos, servía para entretenerlas en las largas y lluviosas jornadas de junio.


Después de una breve pausa para almorzar, la tarde prosiguió apacible y lenta. En claro perjuicio de Rosita, Coca logró evadir a la señora de Gómez, que las visitaba a menudo con el fin de tenerlas minuciosamente al tanto de su irreversible proceso de incontinencia. Movida por la secreta esperanza de descubrir una falsificación, Rosita se dedicó a examinar con una lupa en forma de corazón el billete que una clienta desconocida le entregó a cambio de una blusa color verde agua. Verde laguna, puntualizó Coca, archivando el billete sin más trámite. Doña Tecla pasó a convidarlas con unas deliciosas galletitas de coco, atención que ellas retribuyeron ofreciéndole un té de jazmín. Varios vecinos se acercaron a interesarse por la salud de la tía Hortensia, que se recuperaba satisfactoriamente de un fuerte resfriado. Y a las siete menos cuarto de la tarde número nueve mil cuatrocientos veintitrés de la Tiendita Primor, sus propietarias activaron la alarma, cerraron la puerta y se despidieron con dos cariñosos besos en cada mejilla. Hasta el día siguiente.



Los mellizos

Poco antes de cumplir los cincuenta, García se resignó a dejar los sentimientos y las emociones a un lado para conformarse con un buen pasar, un bonito apartamento con vista al parque y una muy personal colección de libros. Cuando un hombre interesante aparecía en su horizonte, García cerraba los ojos. Alguna que otra noche de insomnio aún añoraba las épocas en que había estado enamorada, o encaprichada, o confundida, o entusiasmada, o resentida, o desesperada, pero esto sólo sucedía cada tanto, en contadas ocasiones, y era superado durante la mañana siguiente tomando mate con hierbas medicinales –malva, boldo o carqueja- y mirando el History Channel.
Huía de los hombres maduros pero aún se permitía apreciar, a distancia, el atractivo de los hombres jóvenes, a quienes creía inocuos. Tal vez por eso fueron los mellizos quienes le dieron una sorpresa. Meses después de que todo comenzara, García seguía sin comprender cómo era que todo había llegado realmente a comenzar.
Martín tenía un diente partido y el ánimo un poco menos sombrío que Diego. Ambos vivían con su abuela materna mientras que sus padres, juntos o separados, eso no estaba muy claro, vivían en algún lugar del interior o del exterior, eso tampoco estaba claro. Habían dejado de estudiar al terminar secundaria y eran bastante renuentes a la idea de buscar trabajo. Escuchaban música, leían, fumaban y tomaban cerveza. Eran altos, esbeltos y ágiles. Los conoció a mediados de junio, cuando fueron a su casa a despedir a Luigi. Aunque García interpretó como mera amabilidad el interés que demostraron en su biblioteca, ofreció prestarles algunos libros. Pensó que no los aceptarían o que de hacerlo no los leerían y que en todo caso nunca iban a devolvérselos, pero se equivocó en todas y cada una de sus predicciones. Ellos aceptaron los libros, los leyeron y los devolvieron. Una semana después del primer encuentro reaparecieron en su apartamento, se instalaron en el sofá, preguntaron cortésmente por Luigi, hicieron comentarios muy personales sobre música, literatura y cine y se comportaron en general como dos jóvenes bien educados. También la invitaron a un recital que ofrecía a pocas cuadras de allí un grupo noruego, invitación que García declinó. Esta vez se llevaron un libro escrito por ella y le prometieron alcanzarle letras de canciones que estaban traduciendo. Les interesaba su opinión, dijeron.
Como no llegó a considerarlos un peligro hasta que fue demasiado tarde, García olvidó cerrar los ojos. Sucesivamente fue olvidando otras cosas, como el hábito de madrugar, su medicación, las sesiones quincenales de reiki y los suplementos de calcio.


Aloe, lachesis, lycopodium. Tres centímetros cúbicos en medio vaso de agua, en ayunas. Los mellizos duermen, es difícil que se levanten antes del anochecer. García está haciendo la lista de las compras. Yerba, café, papel higiénico. Juana va a llegar a las nueve a hacer la limpieza y García siente la tentación de enviarle un mensaje para que se tome el día libre. No es que Juana se sorprenda fácilmente ni que tenga la costumbre de juzgar la vida ajena, pero encontrar a dos jóvenes iguales durmiendo en la cama de García podría trastornar su indiferencia habitual. Y aunque García suele actuar como si la opinión de los demás no le importara, eso no es del todo cierto. Papel higiénico, lechuga, tomates y latas. Estos hermanos son adictos a muchas cosas, entre ellas a las latas. Latas de cerveza, de atún, de arvejas, de coca cola.


Los mellizos eran seres de la noche mientras que García era un espíritu matutino, por eso podían coexistir con comodidad aunque el apartamento fuera pequeño. Tampoco era necesario coexistir, a decir verdad, ya que nunca pasaban mucho tiempo juntos. Lo habitual era que ellos fueran y vinieran a su antojo, a su aire, a su libre albedrío. Desde su escritorio, García los escuchaba entrar y salir, los sentía acercarse y alejarse, los oía dando vueltas por la cocina, abriendo una lata de coca-cola y un paquete de papas chips o cocinando hamburguesas con huevos fritos y salsa kétchup a cualquier hora del día o de la noche. No hablaban mucho y rara vez miraban televisión. Eran aficionados a Internet, eso sí, y García era consciente de que su área wi fi había sido al comienzo uno de sus principales atractivos.
            Había algo impenetrable en ellos, algo irreductible, indescifrable. No daban ni pedían nada. No parecían esperar nada de la vida ni del futuro ni de la humanidad. Aceptaban como al descuido algún que otro gesto de cariño pero tendían a rechazar, incómodos, cualquier muestra de afecto que consideraran excesiva. Nunca aceptaron dinero. A cambio de la provisión permanente que encontraban en la casa de García, cada tanto le llevaban pequeños objetos que robaban en los supermercados de la zona. Un salero, una jabonera, un desodorante. Eran capaces de apreciar un buen vino si ella se los ofrecía en el momento adecuado, pero preferían la cerveza.
El razonamiento lógico discursivo les era ajeno. Operaban más bien por intuiciones, tan certeras que cortaban el aliento. Leían con atención los textos que ella escribía y parecían comprender mucho más de lo esperable, pero no les gustaba formular comentarios estructurados. A lo sumo una broma tangencial o un juego de palabras. Si ella intentaba abordar temas profundos o elevados, que para el caso es lo mismo, se reían. No a las carcajadas, no, sólo una risita discreta, sesgada, que alguien que no los conociera podría incluso calificar de cariñosa. Eludían cualquier intento que ella hiciera de idealizarlos y pasaban la mayor parte del tiempo mutando, sea lo que fuere que esta palabra significara para ellos. No les interesaba integrar las estadísticas ni formar parte de los promedios.
García sabía que un día se irían tal como habían llegado, sin explicaciones, sin promesas, sin piedad. Nada de te queremos mucho, sos una gran tipa, te merecés lo mejor, contá con nosotros ni cosas por el estilo.


Eran casi idénticos, casi. García se recostó sobre las almohadas y los observó mientras ellos se quitaban la ropa y se dedicaban a exhibir sus nuevos tatuajes. Un delfín que emergía del brazo izquierdo de Diego y se hundía en el hombro derecho de Martín. Tenían otros más antiguos. Un dragón, un ancla, una serpiente. También tenían quemaduras de cigarrillos, marcas de jeringas y cortes en los antebrazos.

                                              
Hay cosas aún peores que nacer en Montevideo, les explicaba García a los mellizos una noche de diciembre. Martín estaba desparramado sobre la alfombra, fumando, con la cabeza apoyada en un libro. Diego estaba acostado en el sillón, con la mirada fija en un punto perdido. Parecían escuchar, pero García sospechaba que estaban más atentos a las modulaciones de su voz que al significado de sus palabras. De todos modos siguió hablando, consciente de que la pasividad que embargaba a los jóvenes podía disiparse en cualquier momento. Su capacidad para prestar atención a un mismo tema era limitada, por lo que García sintetizaba al máximo sus comentarios. Si comenzaba a articular un discurso largo ellos se levantaban y se iban, dejándola con la palabra en la boca. O eructaban, o escupían.
Nunca argumentaban, ni discutían, ni censuraban. Tampoco exigían coherencia ni compromisos.


Abre la heladera y observa. Medio limón, un envase de yogur abierto, una botella de agua mineral sin gas. Los mellizos están en alguna playa del este, aprovechando la temporada turística para buscar un empleo ocasional. Hace casi un mes que no aparecen por su casa. Ya no hay latas de cerveza desparramadas por el living, ni cocacolas en la heladera, ni colillas por todas partes, ni olor a transpiración en sus toallas, ni calcetines sucios entre las sábanas. García mira con nostalgia los ceniceros vacíos y las habitaciones ordenadas. Ha aprovechado esas semanas para purificar su organismo comiendo sólo verduras y frutas. También ha bajado algún que otro quilo, sobre todo en la zona de las caderas. Ahora puede usar vaqueros talle cuarenta y seis sin que se le corte la respiración.


Marzo en Montevideo. Hay que pedir hora con el oculista, llamar al service del lavarropas y pagar la cuenta del cable. Hace ya dos meses que García no ve a los mellizos. Sólo recibió un mensaje de texto donde dicen que no tienen planes de volver, ni de no volver. No tienen planes, en realidad. Asamblea de copropietarios, liquidación del impuesto a la renta, reunión con el contador, anticipo del balance…
No podía retenerlos y tampoco podía olvidarlos. Enojarse con ellos habría sido patético. Ellos no mentían ni engañaban ni prometían ni ofrecían nada, sólo existían. De modo que García hacía solitarios o tiraba el tarot de Marsella mientras esperaba un mensaje, o una llamada, o un mail. O sencillamente, que tocaran el timbre.


Ya hace tres meses que los mellizos se fueron, Luigi aún no ha vuelto y García adelgazó cuatro quilos. Ahora está en pleno proceso de limpieza de sus armarios. Varias cajas con fotografías familiares, cuadernos llenos de anotaciones y carpetas con méritos curriculares terminan en el contenedor de basura que ocupa un metro y medio de largo por noventa centímetros de ancho en la esquina de Bulevar Artigas y Dieciocho de Julio. Al mismo contenedor van a parar un rompevientos gris, no muy grueso, un chal violeta que le trajo Elena de Buenos Aires el invierno anterior, un par de sandalias, una de ellas con el taco quebrado, un almohadón de plumas, un portarretratos vacío, unas gafas que ya no usa, varias agendas del siglo veinte, dos pilas agotadas, un mapa de San Gregorio de Polanco, un termómetro averiado, un frasco de perfume sin perfume y una caravana de jade.


Una noche reaparecieron como si tal cosa, acompañados de una joven de origen japonés a la que llamaban Miko. Miko era bajita y grácil, exhibía con soltura un cabello negro que le llegaba hasta la cintura y trataba a García como si fuera una pieza más del mobiliario. Los mellizos, en cambio, estaban locuaces. Para la sensibilidad de García, exacerbada por meses de soledad, tal vez un poquito demasiado locuaces. Contaron que con el dinero ganado trabajando en un hostal se habían comprado una guitarra. También habían compuesto letras para canciones y querían la opinión de García. Estas palabras, en su código, podían significar varias cosas diferentes y también podían no significar nada en absoluto. García sirvió cerveza para todos, incluyendo a Miko, y comenzó a leer y a comentar las canciones. Habló durante largo rato aquella noche, mientras ellos fumaban y bebían.
           

No sabe si es tristeza o carencia de potasio, pero se siente muy cansada. Está acostada boca arriba, con la mirada fija en el cielorraso, pensando en la larga lista de actividades, todas debidamente anotadas en su agenda, que debe llevar a cabo esa tarde. Pasar por la empresa a hacer un arqueo de caja y llevar el auto a la estación de servicio para un cambio de aceite son las principales. Están a mediados de agosto y contra todos los pronósticos, Luigi aún no ha vuelto. No se le ha terminado el dinero ni se ha enfermado ni se ha aburrido. Parece a gusto con sus amigos noruegos y habla de irse a vivir a una cabaña en algún bosque escandinavo, acompañado sólo por su guitarra. García le escribe y le comenta que se cruza cada tanto con aquellos amigos suyos, los gemelos, a lo que su hijo contesta mellizos, mamá, mellizos.


Un té con limón y seis cucharaditas de azúcar. Pantuflas, una pinza en el pelo, crema humectante en las mejillas y un camisón abrigado. García, cuyo verdadero nombre no es García, busca un epílogo para esta historia. Las opciones son varias:
1)      Luigi regresa y la situación se torna algo incómoda.
2)      El que regresa no es Luigi sino alguien a quien García prefiere no mencionar. La situación también se torna incómoda.
3)      García se muere.
4)      García no se muere. Todo sigue como está.