Una escalera caracol que
conduce a un amanecer en Malgrat. El aroma del café. Martín está en la cocina,
preparando el desayuno mientras yo me levanto. Tres pastillas rosadas. Un viento
de primavera entra por la ventana abierta, sacude las cortinas y entrevera
los papeles del escritorio, páginas y páginas repletas de letras
desordenadas. El avance de los ácaros que habitan en el polvo doméstico, el nervio ciático que no
me deja caminar, ni sentarme ni acostarme, las cosas que se escapan de los
cajones y se desparraman por toda la casa, la puerta del lavadero que ni cierra
ni abre. La lista de las compras, una
cucharadita de bicarbonato de sodio en medio vaso de agua, el pago interminable
de las facturas del mes.
Con el almuerzo, cinco pastillas blancas para pacientes con metástasis en progresión.
Después, una caminata por el parque, el sol de la tardecita en el balcón, la gata que se despereza, las campanadas de las siete, un tazón de chocolate y un pedazo de pastafrola. El informativo de la noche en pantuflas, las hileras de autos que se desplazan por el bulevar llevando a la gente de regreso a casa, una ronda de mensajes entre viejos amigos, cuatro pastillas rosadas. Una ducha caliente, crema hidratante en las mejillas, un camisón abrigado, los lentes para ver de cerca y una novela.