lunes, 11 de junio de 2018

LA IMAGEN DE PIEDRA



     Caminaba despacio, sintiendo crujir las hojas secas bajo sus pies. Se había tomado unas horas libres para disfrutar del atardecer de otoño, que encendía los árboles del prado con los matices del fuego. Se acercaba al estanque circular cuando distinguió, desde un recodo del sendero, una figura de piedra semioculta entre unos arbustos. Sin pensarlo mucho, se internó en la espesura y atravesó una breve extensión de césped húmedo y desparejo, esquivando con cierta dificultad los charcos que salpicaban de barro sus zapatos de piel. Recién cuando llegó a unos pocos metros de la estatua, Rossi se detuvo, intrigada, y observó. La silueta oscura de un hombre se recortaba contra el mármol límpido de una deidad vegetal, una ninfa solitaria que hundía sus raíces en la tierra. El musgo cubría la base de la roca de la que emergía el cuerpo semidesnudo, grácil y esbelto, de la diosa. El torso levemente arqueado, la frente apenas inclinada, la mano izquierda que sostiene, trenzadas, unas hojas de hiedra.
………
                Tuvo que recorrer la cuadra varias veces, tropezando con las baldosas flojas de la vereda y enfrentando el viento helado que venía del mar, antes de identificar la puerta de entrada. Ya estaba por desistir, pensando que había entendido mal la dirección, cuando encontró la fachada que buscaba, casi oculta por el despliegue luminoso de las torres vecinas. Angosta y cubierta por la hiedra de muchos años, la casa se erguía taciturna en ese barrio que el auge de la construcción había sembrado de cristalinos edificios de apartamentos. Rossi suspiró aliviada. Hubiera lamentado no acudir a la cita. El extranjero que conoció en el prado la había invitado, haciendo gala de modales decimonónicos, a visitar la residencia que alquilaba por los pocos días que estaría en la ciudad. Quería enseñarle una estatua que, aseguraba, se parecía misteriosamente a ella.
                Ya frente a la escultura, que descansaba al pie de la escalinata central del salón, Rossi debió admitir que sus rasgos tenían algo en común. No era extraño, después de todo. A través de su bisabuela materna seguramente compartía un remoto origen genético con la joven toscana que un siglo antes había servido de modelo al escultor. Sonrió y esbozó algunas frases amables con respecto al bloque de alabastro que se erguía imperturbable ante ellos. Aunque se esforzó en no demostrarlo, se sentía sutilmente halagada por la cortés insistencia de su anfitrión en destacar su improbable perfil de divinidad etrusca. Él, con exquisita formalidad, continuó mostrándole piezas de colección mientras disertaba arrastrando las vocales, cantándolas casi.
Dirigía un museo de provincia en las afueras de Florencia y viajaba en busca de objetos que la alta burguesía rioplatense hubiera traído de la Europa del novecientos para adornar sus mansiones. Pasaría un fin de semana en Montevideo antes de continuar su peregrinación hacia Buenos Aires. Cómo habría hecho para descubrir esa casa antigua, esa joya arquitectónica enclavada en pleno Pocitos, se preguntó Rossi, mientras una deformación profesional la inducía a calcular los metros cuadrados y a multiplicarlos por los dólares que cualquier empresa constructora estaría dispuesta a pagar por ese espacio privilegiado. Tal vez la finca fuera propiedad de un anciano excéntrico que se resistía a venderla y la rentaba por breves períodos a diplomáticos o a selectos visitantes del exterior. Era inevitable, de todos modos, que tarde o temprano una compañía de demolición arrancara los paneles de roble que cubrían las paredes, hiciera trizas los vitrales y fragmentara en pedazos la balaustrada de mármol contra la que se apoyaba en ese momento. Pero al menos por ahora la inquietante morada seguía allí, inmutable, resistiendo los embates de la modernización costera de la ciudad. Incluso ellos dos, departiendo cordialmente al pie de un lienzo que representaba en clave dieciochesca una escena pastoril, parecían haber evadido las coordenadas del tiempo para permanecer estáticos, ajenos al devenir de los siglos.
                El italiano era dueño de una sofisticada cultura que evitaba ostentar. Dosificaba la erudición de sus comentarios con una naturalidad encantadora. Rossi, más diestra en el manejo de las cifras que en las disquisiciones estéticas, trataba de seguirlo lo más decorosamente posible, y si alguna de sus tímidas observaciones había errado por un siglo o dos, su educado interlocutor no dio señales de advertirlo. Por el contrario, parecía interesado y comenzaba a cortejarla con una elegante reserva. Su mirada flotaba en torno a ella, envolviéndola en una atmósfera de tenue seducción. Acostumbrada a soportar diversas modalidades de asedio masculino, Rossi se sintió complacida por la refinada displicencia del anticuario. Volvió a sonreír, lo que no era habitual en ella. Acercó la copa a sus labios y paladeó los matices silvestres de un vino oscuro como la tierra, degustando un lejano eco mediterráneo.
                Más tarde, mientras cenaban a la luz de los candelabros, volvió a pensar que había algo incierto en ese hombre, una nota indefinible que no dejaba de intrigarla. Creyó intuir que no buscaba sólo obras de arte. Aficionada a las novelas de espionaje, Rossi no tuvo reparos en entregarse a las más extravagantes conjeturas acerca de las actividades del enigmático florentino. Inteligencia internacional, tráfico de piezas arqueológicas, análisis criptográficos. Sin embargo, su apariencia vagamente arcaica y el aire un tanto anacrónico de sus modales evocaban otra clase de investigación. El paradero del Santo Grial, por ejemplo. La idea de que alguien pretendiera encontrar el cáliz sagrado en un rincón de Montevideo la hizo sonreír. El hombre le devolvió la sonrisa, no sin un destello de interrogación en la mirada. Rossi vaciló, bebió otro sorbo de vino y se arriesgó a confiarle, en un tono ligero, sus inquietudes esotéricas. No muy sorprendido, su anfitrión le contestó que sí perseguía algo especial, aunque no se trataba del tesoro de los templarios ni de los arcanos de la rosacruz. La conversación derivó hacia temas ocultos, remontándose a ceremonias rituales de pueblos indoeuropeos y a cultos precristianos que sobrevivían, intemporales, en algunas zonas de Italia. Brindaron una vez más por los espíritus paganos de la tierra y entre miradas oblicuas y versos de Petrarca apenas susurrados, la velada fue transcurriendo. Rossi practicaba, como era su costumbre, un juego elusivo al que él se plegó sin dificultad, aunque no lograra encubrir del todo las ráfagas de deslumbramiento que encendían de a ratos sus pupilas. Pasaban las horas y la imprecisa sensación de haberlo conocido antes se acentuaba. Recuerdos muy antiguos, perdidos en las brumas del tiempo, pugnaban inútilmente por salir a la superficie.
………
                El coleccionista continuaba su viaje y la había citado para despedirse. La esperaba impaciente en el lugar donde se habían conocido. Aunque más parco que durante la noche anterior, la recibió con una actitud que rozaba lo reverencial. Una niebla brotaba de la tierra, como si el prado respirara y los envolviera en su aliento. Rossi sintió un frío que congelaba sus pies y ascendía por sus piernas y su torso, paralizándola. La circulación de su sangre se hacía más pesada y amenazaba detenerse. Extendió su brazo e inclinó su rostro para mirar las hojas de hiedra, trenzadas, que el hombre acababa de entregarle. Observó con tristeza la palidez travertina de su propia piel, la transparencia veteada del mármol en sus dedos. Vio que el anticuario seguía de pie, solo, frente a su cuerpo atrapado en la roca. Reconoció sus pupilas extasiadas, sus labios que parecían musitar una plegaria secreta, como renovando sus votos ante la diosa reencontrada. La antigua divinidad recuperada al fin, tras milenios de búsqueda. Venerada desde tiempos pretéritos y cautiva otra vez, quizá para siempre, de la devoción de sus fieles. El viento de otoño arremolinaba hojas secas en torno a su pedestal.