lunes, 16 de marzo de 2020

TRIZAS


Publicado en Cuadernos de Marcha,  enero de 1997.

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             Mi voz resuena con claridad en esta habitación de techos altos. La abuela es un poco sorda y la comunicación con ella es difícil.
                -Afuera está refrescando. Parece que el tiempo se va a arreglar- digo, por decir algo.
                Reclinada en su mecedora, la abuela me recuerda que la luna de setiembre se hizo con agua. Seguirá la lluvia, entonces.
                A la abuela siempre hay que decirle cómo está el tiempo en la calle, si hace frío, si está soleado, si llueve. Nos quedamos calladas durante unos minutos. Luego me pregunta por mis cosas, le contesto que bien. Siempre muy ocupada, aclaro enseguida. Esta frase la repito cada vez que vengo, en un intento pueril de excusar mis largos meses de ausencia.
                Una de mis tías me ofrece un café. Un poco liviano para mi gusto.
                La abuela, en un último intento de entablar una conversación, me pregunta por Violeta. Mi madre.
                Mi voz clara se vuelve tensa al vocalizar cada palabra de una respuesta convencional. Después de todo, la abuela no tiene la culpa. Miro el reloj, mientras ella parece renunciar al diálogo refugiándose en su sordera. Me siento más cómoda, ya que en silencio siempre nos entendemos mejor.
                Respiro hondo, me reclino en el asiento y -cautamente- dejo vagar mi mirada por la habitación.
                Por la escalera, que ahora me parece angosta y oscura, mis primos y yo subíamos hasta el cuarto de tía Tula. Por el árbol que da a su ventana nos deslizábamos hacia el jardín y Ofelia, que nos había visto subir, se extrañaba al vernos regresar por la puerta del fondo. Esa extrañeza, plasmada en una leve inclinación de su frente, era una de nuestras diversiones favoritas en aquellas largas tardes inmóviles.
                Me saco las gafas para frotarlas meticulosamente con la punta de mi blusón. La casa de la abuela está siempre igual. Aquí el tiempo deja de ser tiempo para cristalizar en imágenes resecas, como aquellos pétalos que guardábamos entre las páginas de un libro sólo para encontrarlos, años después, convertidos en un papel crujiente que se deshacía al contacto con el aire.
                Siete y media. La abuela me ofrece un bombón, señal de que está satisfecha con mi visita -y tal vez un poquito fatigada por mi presencia-. Me acompaña hasta la puerta donde nos damos varios besos en cada mejilla, vieja costumbre nuestra. Antes de salir me llega un suave reproche, tal vez una súplica.
                -A ver si mis nietas me visitan más a menudo.
                Le estrecho las manos y me voy.
                La casa, altísima, se proyecta muy blanca contra el cielo de un azul profundo, casi negro. Desde la esquina vuelvo a mirarla fugazmente y me pregunto, una vez más, a qué carajo vine.