martes, 25 de septiembre de 2012

Por ejemplo, en Goa




            Estamos en Goa. En la playa de Arambole, para ser más precisa. Alquilamos una casa vieja pero en buen estado, a unas cuadras de la costa. Klaus fuma en silencio, acostado en una hamaca que cuelga entre dos árboles. Yo escribo, sentada en una mecedora. Escribo, tacho, vuelvo a escribir.
            Es una casa vieja, con las paredes descascaradas y manchas de moho en el cielorraso. El agua corriente funciona –al menos, funciona la mayor parte del tiempo- y la energía eléctrica también. El dormitorio es amplio y fresco, no muy luminoso. La cama es ancha, las ventanas angostas y el techo irregular.
            Klaus me ha dicho que en esta región hay cobras. No muchas, pero hay.

                                                                       *

            Esta noche no hacemos el amor, estamos cansados. Klaus se acuesta junto a mí, apaga la luz y enciende un cigarrillo. Cuando termina de fumar deja la colilla en el cenicero, apoya su mano izquierda sobre mi cadera y se duerme. Su respiración es ronca e incierta. De a ratos, tose. Mucha nicotina y marihuana y otros productos se han ido acumulando durante décadas en sus pulmones. Y en su hígado, en sus riñones, en su vesícula.

                                                                       *

            Escribo, tacho, vuelvo a escribir. Klaus juega con un perro que acaba de encontrar.

                                                                       *

            En Goa, en el balneario de Arambole. Han alquilado una casa algo precaria, cerca de la playa. Klaus cocina un arroz con hongos mientras ella, recostada en una mecedora, duerme. O tal vez piensa, con los ojos cerrados. Le han dicho que en la región hay cobras, lo que no deja de inquietarla.

                                                                       *

            Releo, imprimo, guardo las hojas en una carpeta, dejo la carpeta en un cajón del escritorio y vuelvo a la pantalla. Observo que me estoy quedando sin tinta.
            Escribo, una vez más, estamos en Goa. (¿Por qué no escribir, una vez más, estamos en Goa?) En la playa de Arambole, para ser más precisa. Hemos alquilado una casa algo precaria, cerca de un arroyo que


***


sábado, 15 de septiembre de 2012

Los mellizos


Los mellizos

Poco antes de cumplir los cincuenta, García se resignó a dejar los sentimientos y las emociones a un lado para conformarse con un buen pasar, un bonito apartamento con vista al parque y una muy personal colección de libros. Cuando un hombre interesante aparecía en su horizonte, García cerraba los ojos. Alguna que otra noche de insomnio aún añoraba las épocas en que había estado enamorada, o encaprichada, o confundida, o entusiasmada, o resentida, o desesperada, pero esto sólo sucedía cada tanto, en contadas ocasiones, y era superado durante la mañana siguiente tomando mate con hierbas medicinales –malva, boldo o carqueja- y mirando el History Channel.
Huía de los hombres maduros pero aún se permitía apreciar, a distancia, el atractivo de los hombres jóvenes, a quienes creía inocuos. Tal vez por eso fueron los mellizos quienes le dieron una sorpresa. Meses después de que todo comenzara, García seguía sin comprender cómo era que todo había llegado realmente a comenzar.
Martín tenía un diente partido y el ánimo un poco menos sombrío que Diego. Ambos vivían con su abuela materna mientras que sus padres, juntos o separados, eso no estaba muy claro, vivían en algún lugar del interior o del exterior, eso tampoco estaba claro. Habían dejado de estudiar al terminar secundaria y eran bastante renuentes a la idea de buscar trabajo. Escuchaban música, leían, fumaban y tomaban cerveza. Eran altos, esbeltos y ágiles. Los conoció a mediados de junio, cuando fueron a su casa a despedir a Luigi. Aunque García interpretó como mera amabilidad el interés que demostraron en su biblioteca, ofreció prestarles algunos libros. Pensó que no los aceptarían o que de hacerlo no los leerían y que en todo caso nunca iban a devolvérselos, pero se equivocó en todas y cada una de sus predicciones. Ellos aceptaron los libros, los leyeron y los devolvieron. Una semana después del primer encuentro reaparecieron en su apartamento, se instalaron en el sofá, preguntaron cortésmente por Luigi, hicieron comentarios muy personales sobre música, literatura y cine y se comportaron en general como dos jóvenes bien educados. También la invitaron a un recital que ofrecía a pocas cuadras de allí un grupo noruego, invitación que García declinó. Esta vez se llevaron un libro escrito por ella y le prometieron alcanzarle letras de canciones que estaban traduciendo. Les interesaba su opinión, dijeron.
Como no llegó a considerarlos un peligro hasta que fue demasiado tarde, García olvidó cerrar los ojos. Sucesivamente fue olvidando otras cosas, como el hábito de madrugar, su medicación, las sesiones quincenales de reiki y los suplementos de calcio.


Aloe, lachesis, lycopodium. Tres centímetros cúbicos en medio vaso de agua, en ayunas. Los mellizos duermen, es difícil que se levanten antes del anochecer. García está haciendo la lista de las compras. Yerba, café, papel higiénico. Juana va a llegar a las nueve a hacer la limpieza y García siente la tentación de enviarle un mensaje para que se tome el día libre. No es que Juana se sorprenda fácilmente ni que tenga la costumbre de juzgar las vidas ajenas, pero encontrar a dos jóvenes iguales durmiendo en la cama de García era algo que podía llegar a trastornar su indiferencia habitual. Y aunque García suele actuar como si la opinión de los demás no le importara, eso no es del todo cierto. Papel higiénico, lechuga, tomates y latas. Estos hermanos son adictos a muchas cosas, entre ellas a las latas. Latas de cerveza, de atún, de arvejas, de coca cola.


Los mellizos eran seres de la noche mientras que García era un espíritu matutino, por eso podían coexistir con comodidad aunque el apartamento fuera pequeño. Tampoco era necesario coexistir, a decir verdad, ya que nunca pasaban mucho tiempo juntos. Lo habitual era que ellos fueran y vinieran a su antojo, a su aire, a su libre albedrío. Desde su escritorio, García los escuchaba entrar y salir, los sentía acercarse y alejarse, los oía dando vueltas por la cocina, abriendo una lata de coca-cola y un paquete de papas chips o cocinando hamburguesas con huevos fritos y salsa kétchup a cualquier hora del día o de la noche. No hablaban mucho y rara vez miraban televisión. Eran aficionados a Internet, eso sí, y García era consciente de que su área wi fi había sido al comienzo uno de sus principales atractivos.
            Había algo impenetrable en ellos, algo irreductible, indescifrable. No daban ni pedían nada. No parecían esperar nada de la vida ni del futuro ni de la humanidad. Aceptaban como al descuido algún que otro gesto de cariño pero tendían a rechazar, incómodos, cualquier muestra de afecto que consideraran excesiva. Nunca aceptaron dinero. A cambio de la provisión permanente que encontraban en la casa de García, cada tanto le llevaban pequeños objetos que robaban en los supermercados de la zona. Un salero, una jabonera, un desodorante. Eran capaces de apreciar un buen vino si ella se los ofrecía en el momento adecuado, pero preferían la cerveza.
El razonamiento lógico discursivo les era ajeno. Operaban más bien por intuiciones, tan certeras que cortaban el aliento. Leían con atención los textos que ella escribía y parecían comprender mucho más de lo esperable, pero no les gustaba formular comentarios estructurados. A lo sumo una broma tangencial o un juego de palabras. Si ella intentaba abordar temas profundos o elevados, que para el caso es lo mismo, se reían. No a las carcajadas, no, sólo una risita discreta, sesgada, que alguien que no los conociera podría incluso calificar de cariñosa. Eludían cualquier intento que ella hiciera de idealizarlos y pasaban la mayor parte del tiempo mutando, sea lo que fuere que esta palabra significara para ellos. No les interesaba integrar las estadísticas ni formar parte de los promedios.
García sabía que un día se irían tal como habían llegado, sin explicaciones, sin promesas, sin piedad. Nada de te queremos mucho, sos una gran tipa, te merecés lo mejor, contá con nosotros ni cosas por el estilo.


Eran casi idénticos, casi. García se recostó sobre las almohadas y los observó mientras ellos se quitaban la ropa y se dedicaban a exhibir sus nuevos tatuajes. Un delfín que emergía del brazo izquierdo de Diego y se hundía en el hombro derecho de Martín. Tenían otros más antiguos. Un dragón, un ancla, una serpiente. También tenían quemaduras de cigarrillos, marcas de jeringas y cortes en los antebrazos.

                                              
Hay cosas aún peores que nacer en Montevideo, les explicaba García a los mellizos una noche de diciembre. Martín estaba desparramado sobre la alfombra, fumando, con la cabeza apoyada en un libro. Diego estaba acostado en el sillón, con la mirada fija en un punto perdido. Parecían escuchar, pero García sospechaba que estaban más atentos a las modulaciones de su voz que al significado de sus palabras. De todos modos siguió hablando, consciente de que la pasividad que embargaba a los jóvenes podía disiparse en cualquier momento. Su capacidad para prestar atención a un mismo tema era limitada, por lo que García sintetizaba al máximo sus comentarios. Si comenzaba a articular un discurso largo ellos se levantaban y se iban, dejándola con la palabra en la boca. O eructaban, o escupían.
Nunca argumentaban, ni discutían, ni censuraban. Tampoco exigían coherencia ni compromisos.


Abre la heladera y observa. Medio limón, un envase de yogur abierto, una botella de agua mineral sin gas. Los mellizos están en alguna playa del este, aprovechando la temporada turística para buscar un empleo ocasional. Hace casi un mes que no aparecen por su casa. Ya no hay latas de cerveza desparramadas por el living, ni cocacolas en la heladera, ni colillas por todas partes, ni olor a transpiración en sus toallas, ni calcetines sucios entre las sábanas. García mira con nostalgia los ceniceros vacíos y las habitaciones ordenadas. Ha aprovechado esas semanas para purificar su organismo comiendo sólo verduras y frutas. También ha bajado algún que otro quilo, sobre todo en la zona de las caderas. Ahora puede usar vaqueros talle cuarenta y seis sin que se le corte la respiración.


Marzo en Montevideo. Hay que pedir hora con el oculista, llamar al service del lavarropas y pagar la cuenta del cable. Hace ya dos meses que García no ve a los mellizos. Sólo recibió un mensaje de texto donde dicen que no tienen planes de volver, ni de no volver. No tienen planes, en realidad. Asamblea de copropietarios, liquidación del impuesto a la renta, reunión con el contador, anticipo del balance…
No podía retenerlos y tampoco podía olvidarlos. Enojarse con ellos habría sido patético. Ellos no mentían ni engañaban ni prometían ni ofrecían nada, sólo existían. De modo que García hacía solitarios o tiraba el tarot de Marsella mientras esperaba un mensaje, o una llamada, o un mail. O sencillamente, que tocaran el timbre.


Ya hace tres meses que los mellizos se fueron, Luigi aún no ha vuelto y García adelgazó cuatro quilos. Ahora está en pleno proceso de limpieza de sus armarios. Varias cajas con fotografías familiares, cuadernos llenos de anotaciones y carpetas con méritos curriculares terminan en el contenedor de basura que ocupa un metro y medio de largo por noventa centímetros de ancho en la esquina de Bulevar Artigas y Dieciocho de Julio. Al mismo contenedor van a parar un rompevientos gris, no muy grueso, un chal violeta que le trajo Elena de Buenos Aires el invierno anterior, un par de sandalias, una de ellas con el taco quebrado, un almohadón de plumas, un portarretratos vacío, unas gafas que ya no usa, varias agendas del siglo veinte, dos pilas agotadas, un mapa de San Gregorio de Polanco, un termómetro averiado, un frasco de perfume sin perfume y una caravana de jade.


Una noche reaparecieron como si tal cosa, acompañados de una joven de origen japonés a la que llamaban Miko. Miko era bajita y grácil, exhibía con soltura un cabello negro que le llegaba hasta la cintura y trataba a García como si fuera una pieza más del mobiliario. Los mellizos, en cambio, estaban locuaces. Para la sensibilidad de García, exacerbada por meses de soledad, tal vez un poquito demasiado locuaces. Contaron que con el dinero ganado trabajando en un hostal se habían comprado una guitarra. También habían compuesto letras para canciones y querían la opinión de García. Estas palabras, en su código, podían significar varias cosas diferentes y también podían no significar nada en absoluto. García sirvió cerveza para todos, incluyendo a Miko, y comenzó a leer y a comentar las canciones. Habló durante largo rato aquella noche, mientras ellos fumaban y bebían.
           

No sabe si es tristeza o carencia de potasio, pero se siente muy cansada. Está acostada boca arriba, con la mirada fija en el cielorraso, pensando en la larga lista de actividades, todas debidamente anotadas en su agenda, que debe llevar a cabo esa tarde. Pasar por la empresa a hacer un arqueo de caja y llevar el auto a la estación de servicio para un cambio de aceite son las principales. Están a mediados de agosto y contra todos los pronósticos, Luigi aún no ha vuelto. No se le ha terminado el dinero ni se ha enfermado ni se ha aburrido. Parece a gusto con sus amigos noruegos y habla de irse a vivir a una cabaña en algún bosque escandinavo, acompañado sólo por su guitarra. García le escribe y le comenta que se cruza cada tanto con aquellos amigos suyos, los gemelos, a lo que su hijo contesta mellizos, mamá, mellizos.


Un té con limón y seis cucharaditas de azúcar. Pantuflas, una pinza en el pelo, crema humectante en las mejillas y un camisón abrigado. García, cuyo verdadero nombre no es García, busca un epílogo para esta historia. Las opciones son varias:
1)      Luigi regresa y la situación se torna algo incómoda.
2)      El que regresa no es Luigi sino alguien a quien García prefiere no mencionar. La situación también se torna incómoda.
3)      García se muere.
4)      García no se muere. Todo sigue como está.

(Publicado en Relaciones, enero 2012)









sábado, 8 de septiembre de 2012

Ilusiones

Ilusiones


Maite cree sinceramente en su propia existencia. Y no sólo en la suya sino también en la de su familia, en la de sus amigos y en la de su gata. También tiene el hábito de atribuirse, cada mañana, una identidad propia, única y estable, que arrastra consigo durante todo el día. 
    Algunas personas de su entorno son más ingenuas aún. Por ejemplo, Natalia está convencida de que el reloj de oro que su esposo le regaló para celebrar veinte años de matrimonio es un reloj de oro que su esposo le regaló para celebrar veinte años de matrimonio. Parece innecesario agregar que Natalia también cree en su matrimonio e incluso en su esposo. Siguiendo con este catálogo de singularidades, anotemos que Martín tiene fe en su profesión y Jota en su ideología. Clara afirma que olvidar es posible, Aldo insiste en que la felicidad es un camino por el que todos podemos transitar, Equis se toma en serio su propia importancia y Miguel está enamorado. Emilia disfruta de su empleo en una oficina de exportaciones e importaciones, Luis no ha perdido aún el respeto por la humanidad y Julio opina que un buen asado a las brasas explica ciertas cosas. 
    Muchos sostienen que el país en el que viven es efectivamente un país, algunos evidencian un curioso optimismo con respecto al futuro y todos ellos están convencidos no sólo de existir sino también de estar vivos. Aun los que se jactan de practicar un elegante escepticismo, como Raúl, sólo en raras ocasiones dudan de su propia factibilidad.

sábado, 1 de septiembre de 2012

En la frontera

Un lecho anónimo, una habitación desconocida. La mujer fija los ojos en la línea de luz de la ventana, tratando de recuperar la noción del espacio. Las coordenadas espaciales, el arriba y el abajo. Cuando cree que ya puede distinguirlos con cierta precisión, hace un esfuerzo y gira sobre sí misma. Comienza a sentir en sus vértebras los doscientos kilómetros que manejó la noche anterior. Dos horas por la ruta desierta hasta llegar al casco abandonado de La Aparecida, donde Oliveira la estaba esperando.
Ésta es la segunda vez que se encuentran ese año. La última. No, no la última. Una noche más, piensa, una más. Entre sueños, Oliveira murmura algo incomprensible y deja caer su cabeza hacia un costado. En su aliento persiste un dejo a la caña brasilera que compartieron al llegar. La penumbra oscurece más aún su piel, curtida por el sol del invierno y la escarcha de las madrugadas. La superficie rugosa de una cicatriz desciende por el cuello, se ramifica y se pierde.
Sigue aclarando. La mujer sabe que pronto deberá marcharse. Acostada aún, se demora unos minutos más pensando en cómo levantarse, encender el celular y vestirse. O vestirse y después, encender el celular. Antes, tiene que encontrar su ropa, sus encajes negros dispersos en la media luz de la habitación. Sus prendas íntimas sobre las frías baldosas desparejas, que se resiste a pisar descalza. En esa estancia vacía, casi una tapera, vuelven sus miedos infantiles. A las tarántulas, a las víboras de la cruz. Vuelven también los primeros recuerdos que guarda de Oliveira.
Eran muy jóvenes cuando se conocieron. Ella y sus primos estaban de vacaciones en el campo. Oliveira, solitario y esquivo, los rondaba en silencio. Una tarde, a la hora de la siesta, él se acercó a la casa principal a ofrecerle unos higos de tuna que había recogido en el monte. A ella no le gustó mucho el sabor de esos frutos tan raros, pero no se lo dijo. A la mañana siguiente se acercó al galpón para verlo carnear un cordero. Y cuando la sangre salpicó sus zapatillas bordadas, no retrocedió.
Se incorpora y siente un dolor infinito. Una tristeza ciega y honda, muy honda. No es una sensación nueva, ya conoce los mecanismos para controlarla. Sólo debe aferrarse a hechos concretos y puntuales. Las sandalias, por ejemplo. La cartera, las llaves del auto. Desde la puerta vuelve a mirar al hombre dormido, sin decidirse a despertarlo. No sabe qué decirle, con qué palabras.
Doscientos kilómetros de regreso por la ruta siete, un peaje, treinta minutos desde el puente hasta su departamento. Unos segundos para subir en el ascensor los nueve pisos que la distancian de la tierra. No sabe cuándo volverá, no quiere saber. No quiere pensar.


3058 BIS



                El resplandor de una mañana de agosto filtrándose a través de las celosías. Las sábanas revueltas, la almohada levemente corrida hacia el lado izquierdo de la cama. Un par de anteojos en la mesita de luz. Un camisón de seda color marfil caído sobre la moquette. El espejo vacío. Los olores de la noche en la pieza aún sin ventilar. El armario entreabierto, prendas que fueron íntimas olvidadas en un estante. El zumbido del ascensor y más lejos, una puerta que se cierra.
Una taza de té en la pileta de la cocina. Contra la heladera, la factura del gas. El mensaje urgente que una voz ronca está dejando en el contestador automático. Un helecho que sobrevive junto a la ventana. En la mesa de dibujo algunos bocetos sin terminar, varios lápices. Los proyectos para la próxima muestra desparramados sobre el sofá. En una copa con restos de vino blanco, innumerables partículas marcadas por un código genético singular, único. Treinta y pico, el hábito de fumar, indicios de osteoporosis. Una aleatoria combinación de moléculas orgánicas que responde a otra combinación, no menos arbitraria, de ciertos signos.
En un estante de la biblioteca, un reloj que marca el paso de las horas. Los cristales empañados por la llovizna. Los ruidos de la calle, un motor que acelera. El semáforo en rojo. Un ómnibus que no frena, la mano crispada que se aferra al vacío, un grito inútil. Sobre el pavimento, un manojo de hojas con diseños. Papeles que el viento y las pisadas de la gente comienzan, lentamente, a dispersar.