domingo, 5 de octubre de 2014

Llovía

Y entonces cruzaste. Yo te miraba desde la ventana del boliche, tenía una clase a las once y estaba repasando la tercera declinación. A veces, Heller llegaba tarde y eso nos daba tiempo para tomarnos juntos un café. A veces no. Aquella mañana de agosto hacía frío y te habías puesto una bufanda gris, de lana. Estabas enamorado, pero no de mí. Te gustaba Laura, a mí aún no me conocías. Ni me conocerías nunca. Yo también me llamo Laura, pero ése no es mi nombre. Mi nombre es otro. Tal vez Laura. O Laura. No lo sé con certeza.
Cuando Laura murió, Laura también murió. Yo me quedé, sola, recordando aquella mañana de agosto cuando tú, que estabas enamorado, de Laura, te habías puesto una bufanda azul. Y yo te miraba desde la ventana del boliche, repasando los adverbios. Tú cruzaste Tristán Narvaja y yo te miré. O yo crucé Tristán Narvaja y tú me miraste. Te reíste, yo decliné tu nombre, o el mío, y me reí.
             Era una bufanda gris, de lana. Prendiste un cigarrillo, pediste un café. Me preguntaste, a mí, por Laura. Cómo estás, me dijiste, como si tal cosa. Yo no te contesté, porque no sabía qué decirte. Me reí y seguí conjugando el verbo encontrar en el modo optativo. Tenía las manos heladas, por eso no me saqué los guantes.
            Y tal vez no lo recuerdes, pero hacía frío aquella mañana, de agosto. Yo te miré mientras cruzabas la calle, saludabas al diariero y entrabas al boliche. Entraste, te acercaste a la mesa y me diste un beso. A mí, Laura. Yo te quería, pero no quería decírtelo. Pediste un café, encendiste un cigarrillo La Paz, sin filtro, y te pusiste a repasar el código general del proceso. Yo estaba tomando una grapa con miel, para entrar en calor. Laura se reía, memorizando los aoristos. La escuché reírse, pero no te dije nada. Y cuando ella se fue, yo también me fui. O me quedé, no estoy segura. Porque cuando Laura se iba, yo no sabía qué decirte. Y cuando ella hablaba, yo me fastidiaba un poco. Le gustaba hacerse notar. 
            Y fue por eso que yo te miré. Porque llovía y cruzaste Tristán Narvaja y entraste en el boliche. Llovía y no tenías paraguas. En esos años te negabas a usar paraguas. Los paraguas son para los viejos, decías. Yo estaba en la mesa de siempre, tomando un café. Te acercaste, me diste un beso y me dijiste qué tal, cómo estás. Creo que esa vez sí te contesté, porque Laura estaba de buen humor, y Laura también. Te sonreí y tú quedaste sorprendido, porque Laura casi nunca sonreía. Cuando ella se fue, la miraste mientras se alejaba por Tristán Narvaja, y fue entonces que yo te dije que sí, que tal vez, que por qué no.