Publicado en Cuadernos
de Marcha, enero de 1997.
Mi voz resuena con claridad en
esta habitación de techos altos. La abuela es un poco sorda y la comunicación
con ella es difícil.
-Afuera está refrescando. Parece
que el tiempo se va a arreglar- digo, por decir algo.
Reclinada en su
mecedora, la abuela me recuerda que la luna de setiembre se hizo con agua.
Seguirá la lluvia, entonces.
A la abuela siempre
hay que decirle cómo está el tiempo en la calle, si hace frío, si está soleado,
si llueve. Nos quedamos calladas durante unos minutos. Luego me pregunta por
mis cosas, le contesto que bien. Siempre muy ocupada, aclaro enseguida. Esta
frase la repito cada vez que vengo, en un intento pueril de excusar mis largos
meses de ausencia.
Una de mis tías me
ofrece un café. Un poco liviano para mi gusto.
La abuela, en un
último intento de entablar una conversación, me pregunta por Violeta. Mi madre.
Mi voz clara se vuelve
tensa al vocalizar cada palabra de una respuesta convencional. Después de todo,
la abuela no tiene la culpa. Miro el reloj, mientras ella parece renunciar al
diálogo refugiándose en su sordera. Me siento más cómoda, ya que en
silencio siempre nos entendemos mejor.
Respiro hondo, me
reclino en el asiento y -cautamente- dejo vagar mi mirada por la habitación.
Por la escalera, que
ahora me parece angosta y oscura, mis primos y yo subíamos hasta el cuarto de
tía Tula. Por el árbol que da a su ventana nos deslizábamos hacia el jardín y
Ofelia, que nos había visto subir, se extrañaba al vernos regresar por la
puerta del fondo. Esa extrañeza, plasmada en una leve inclinación de su frente,
era una de nuestras diversiones favoritas en aquellas largas tardes inmóviles.
Me saco las gafas para
frotarlas meticulosamente con la punta de mi blusón. La casa de la abuela está
siempre igual. Aquí el tiempo deja de ser tiempo para cristalizar en imágenes
resecas, como aquellos pétalos que guardábamos entre las páginas de un libro sólo
para encontrarlos, años después, convertidos en un papel crujiente que se
deshacía al contacto con el aire.
Siete y media. La
abuela me ofrece un bombón, señal de que está satisfecha con mi visita -y tal
vez un poquito fatigada por mi presencia-. Me acompaña hasta la puerta donde
nos damos varios besos en cada mejilla, vieja costumbre nuestra. Antes de salir
me llega un suave reproche, tal vez una súplica.
-A ver si mis nietas
me visitan más a menudo.
Le estrecho las manos
y me voy.
La casa, altísima, se
proyecta muy blanca contra el cielo de un azul profundo, casi negro. Desde la
esquina vuelvo a mirarla fugazmente y me pregunto, una vez más, a qué carajo
vine.