Un
terreno baldío sobre la calle Senaqué, finísimos cortes en los antebrazos de Juliana,
el inhalador para el asma, el pelo lacio de Clara sobre las rodillas de Maxi.
Ni miedo, ni ansiedad, ni deseos. Un domingo de invierno, un dios que nunca
existió, los padres de Alan, que se fueron a Brasil y no regresaron, una
medallita con la fecha de una maratón, manchas doradas en los ojos de Rodrigo.
Una figura solitaria que avanza con paso inseguro, un moretón, una voz que se
apaga en la mitad de una frase, la pelota azul y blanca que dejaron los reyes
magos, un rectángulo de tierra en algún lugar, parientes lejanos que ni
siquiera vinieron. Un mundo liviano, transparente. Calles que no conducen a
ninguna parte, los pies descalzos de Federico, un motor que acelera, un
diminuto lunar junto al párpado izquierdo, alguien que vuelve a su casa poco
antes de la madrugada, con una sensación térmica de siete grados y un
pronóstico de frío polar para los próximos días.
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