Era viernes, creo. Alguien nos
presentó en la cena de bienvenida, mientras tomábamos un cóctel. Era yo quien tomaba un
cóctel, en realidad; vos sostenías en la mano un vaso de whisky escocés, sin
hielo. Era un viernes, sí, un viernes de agosto. Agosto de aquel año, mil
novecientos noventa y siete, el año de las inundaciones y los cortes de luz.
Fue ahí, en ese hotel de Bahía
Blanca, que todo empezó. Un cóctel de bienvenida, los anillos en la mesita de
luz y los sonidos del silencio. O let it be, o yesterday. Después, el ritmo
pausado de tu respiración, mis ojos abiertos en la oscuridad.
Hubo otros viernes, otras
habitaciones, otros hoteles. Una rápida puesta al día, una copa de vino blanco,
otra copa de vino blanco y la presión de mi lengua en el pliegue de una
cicatriz. El temblor de una membrana entre mis labios y los sonidos del
silencio. O let it be, o yesterday.
Por la mañana un roce en la mejilla.
Los relojes, las llaves del auto, las agendas y los anillos. Después llegaron
los celulares.
Una noche perdí una de mis
caravanas. Era un aro de plata que hacía juego con un broche de pelo en forma
de ancla. Fue en un hotel de Tacuarembó, me parece. Pero no estoy segura, tal
vez en Tacuarembó fue que dejé mi pulsera de coral –un coral rústico, sin
pulir, que le compré a un artesano húngaro de Lloret y que yo misma até con
hilo sisal- y el aro de plata en realidad lo perdí en Buenos Aires. O en el
Chuy, o en La Pedrera, quién sabe.
Los anillos no, nunca los perdíamos. Habría sido
difícil de explicar.
Otra noche tuviste que prestarme un
pañuelo. Ésa no fue una gran noche, a decir verdad. Yo tosía, estornudaba y me
sonaba la nariz constantemente. Además, me dolía la garganta. Por eso, porque
yo me sonaba la nariz, tuviste que prestarme un pañuelo. Lo guardé durante un
tiempo, unos meses. Después, un día, te lo devolví. Gracias, te dije.
Esto no funciona, anunciaste una
vez. Creo que fue en el dos mil uno. Por setiembre, poco antes de la primavera.
Una primavera muy lluviosa, si mal no recuerdo.
Esto, así, no funciona, dijiste. Yo
no te contesté. Seguí fumando, mientras contaba las baldosas que había entre la
pata de la cama y la puerta del baño. Unas baldosas grandes, rústicas, de un
color terracota que, a mi criterio, no combinaba del todo bien con el azul claro
de las paredes. Entre la pata de la cama y la puerta del baño había siete de
esas baldosas. Las conté varias veces, mientras fumaba y escuchaba tu voz.
Cuando terminé el cigarrillo, dejé la colilla en el cenicero y cerré los ojos.
Cuando terminé el cigarrillo, dejé la colilla en el cenicero y cerré los ojos.
¿Te parece? te pregunté varias
semanas después. Pero no escuché tu respuesta, no me interesaba. No me
interesaba en absoluto, tu respuesta. Todavía sentía cierto rencor porque no
nos habíamos visto el último viernes de octubre. No mucho rencor, para ser
sincera, sólo un poco. Es que siempre habíamos pasado juntos la noche del
último viernes de octubre, pensé, mientras vos hablabas y yo paladeaba una
pastilla de menta.
Fue en el dos mil cinco, antes de
las fiestas de fin de año, cuando decidimos terminar. No era la primera vez que
lo decidíamos, no. Digamos que últimamente era casi un hábito, entre nosotros,
conversar sobre cuál sería el mejor momento para dejar de vernos. Vos te
sentías un poco culpable, a esa altura. Yo, no tanto. Después de hacer el amor
me volviste a explicar que ésa era la oportunidad ideal para ponerle un
cierre amigable –y definitivo- a nuestra relación. Cerré los ojos y te escuché,
atentamente. Me hacía cosquillas tu barba de unos días y eso me impedía
concentrarme en tus palabras. De todos modos lo intenté y creo que incluso te
di la razón. Tus argumentos eran irrebatibles.
Hablaste largo rato aquella noche, hasta que yo me quedé dormida.
Hablaste largo rato aquella noche, hasta que yo me quedé dormida.
Después de las vacaciones fui yo
quien decidió terminar. Estábamos en un hotel de Quaraí, cerca de la frontera.
Esto no puede continuar, afirmé, con una convicción algo deslucida por la
recorrida de tu mano derecha a lo largo de mi espalda. Yo estaba boca abajo,
con la cabeza hundida en la almohada y me costaba hablar. O sea, me costaba
vocalizar. Lo que tenía para decir lo sabía de memoria, lo había practicado
durante varias tardes con mi analista cuando tú estabas de gira por Río Grande
do Sul. A veces pienso en las horas de terapia que me costó aquella ruptura.
Y así fue que nos despedimos,
amigablemente, tomando un café. Pero no en Quaraí, no. Eso fue después, en otro
lugar.
****
****
muy genial
ResponderEliminarGracias, Lorena, me alegro de que te haya gustado.
Eliminar