Un lecho anónimo, una habitación desconocida. La mujer fija los ojos en la línea de luz de la ventana, tratando de recuperar la noción del espacio. Las coordenadas espaciales, el arriba y el abajo. Cuando cree que ya puede distinguirlos con cierta precisión, hace un esfuerzo y gira sobre sí misma. Comienza a sentir en sus vértebras los doscientos kilómetros que manejó la noche anterior. Dos horas por la ruta desierta hasta llegar al casco abandonado de La Aparecida, donde Oliveira la estaba esperando.
Ésta es la segunda vez que se encuentran ese año. La última. No, no la última. Una noche más, piensa, una más. Entre sueños, Oliveira murmura algo incomprensible y deja caer su cabeza hacia un costado. En su aliento persiste un dejo a la caña brasilera que compartieron al llegar. La penumbra oscurece más aún su piel, curtida por el sol del invierno y la escarcha de las madrugadas. La superficie rugosa de una cicatriz desciende por el cuello, se ramifica y se pierde.
Sigue aclarando. La mujer sabe que pronto deberá marcharse. Acostada aún, se demora unos minutos más pensando en cómo levantarse, encender el celular y vestirse. O vestirse y después, encender el celular. Antes, tiene que encontrar su ropa, sus encajes negros dispersos en la media luz de la habitación. Sus prendas íntimas sobre las frías baldosas desparejas, que se resiste a pisar descalza. En esa estancia vacía, casi una tapera, vuelven sus miedos infantiles. A las tarántulas, a las víboras de la cruz. Vuelven también los primeros recuerdos que guarda de Oliveira.
Eran muy jóvenes cuando se conocieron. Ella y sus primos estaban de vacaciones en el campo. Oliveira, solitario y esquivo, los rondaba en silencio. Una tarde, a la hora de la siesta, él se acercó a la casa principal a ofrecerle unos higos de tuna que había recogido en el monte. A ella no le gustó mucho el sabor de esos frutos tan raros, pero no se lo dijo. A la mañana siguiente se acercó al galpón para verlo carnear un cordero. Y cuando la sangre salpicó sus zapatillas bordadas, no retrocedió.
Se incorpora y siente un dolor infinito. Una tristeza ciega y honda, muy honda. No es una sensación nueva, ya conoce los mecanismos para controlarla. Sólo debe aferrarse a hechos concretos y puntuales. Las sandalias, por ejemplo. La cartera, las llaves del auto. Desde la puerta vuelve a mirar al hombre dormido, sin decidirse a despertarlo. No sabe qué decirle, con qué palabras.
Doscientos kilómetros de regreso por la ruta siete, un peaje, treinta minutos desde el puente hasta su departamento. Unos segundos para subir en el ascensor los nueve pisos que la distancian de la tierra. No sabe cuándo volverá, no quiere saber. No quiere pensar.
3058
BIS
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El resplandor de una mañana de
agosto filtrándose a través de las celosías. Las sábanas revueltas, la almohada
levemente corrida hacia el lado izquierdo de la cama. Un par de anteojos en la
mesita de luz. Un camisón de seda color marfil caído sobre la moquette. El
espejo vacío. Los olores de la noche en la pieza aún sin ventilar. El armario
entreabierto, prendas que fueron íntimas olvidadas en un estante. El zumbido
del ascensor y más lejos, una puerta que se cierra.
Una taza de té en la pileta de la cocina. Contra la heladera, la factura
del gas. El mensaje urgente que una voz ronca está dejando en el contestador
automático. Un helecho que sobrevive junto a la ventana. En la mesa de dibujo
algunos bocetos sin terminar, varios lápices. Los proyectos para la próxima
muestra desparramados sobre el sofá. En una copa con restos de vino blanco,
innumerables partículas marcadas por un código genético singular, único.
Treinta y pico, el hábito de fumar, indicios de osteoporosis. Una aleatoria
combinación de moléculas orgánicas que responde a otra combinación, no menos
arbitraria, de ciertos signos.
En un estante de la biblioteca, un reloj que marca el paso de las horas.
Los cristales empañados por la llovizna. Los ruidos de la calle, un motor que
acelera. El semáforo en rojo. Un ómnibus que no frena, la mano crispada que se
aferra al vacío, un grito inútil. Sobre el pavimento, un manojo de hojas con
diseños. Papeles que el viento y las pisadas de la gente comienzan, lentamente,
a dispersar.
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